LA NECESIDAD DE UN NUEVO RELATO. I.- ¿ESTAMOS ANTE UNA SEGUNDA TRANSICIÓN?
Si uno lee a los columnistas de la derecha la situación que vivimos se resume de la siguiente manera: un presidente del gobierno que accede al poder de una manera inesperada, fruto de un atentado terrorista, que cambia abruptamente la percepción de la población, llega al ejecutivo decidido a realizar la política que no pudo llevarse a cabo por los límites impuestos al proceso de transición.
Según la interpretación de estos medios si bien la izquierda tuvo que asumir los condicionamientos de aquel proceso y aceptar que no era posible realizar su proyecto, en el fondo de su corazón seguía anidando una voluntad de revancha que ha aparecido en cuanto ha tenido ocasión. Ese revanchismo está unido a la reivindicación de los peores elementos de un modelo que los españoles de bien creían definitivamente olvidado: la reivindicación del republicanismo trasnochado; la defensa del laicismo sectario; la apuesta por un federalismo inviable. Todo envuelto en un inconfundible olor a masonería bienintencionada que pretende resolver los graves problemas de la coyuntura internacional con un pacifismo blando, dispuesto a rendirse a cualquier precio ante el enemigo- sea éste el terrorismo etarra el islamismo radical- e incapaz de defender con vigor los principios y los valores del mundo occidental.
Este presidente incapaz e insolvente, con sus buenas intenciones y sus resentimientos, nos ha llevado al borde del abismo; es hora de acabar con su gestión antes de que sea demasiado tarde; hay que lograr que su etapa de gobierno quede reducida a un paréntesis en la historia de España y en la historia del socialismo. Sólo con la derrota de Zapatero las cosas volverán a su cauce y podremos poner a los nacionalismos en su sitio; combatir de verdad el terrorismo hasta derrotarlo; ocupar el lugar que nos corresponde en la escena internacional; y enterrar todo este conjunto de soflamas moralizantes, tan bienintencionadas - concederán los más benévolos- como inconsistentes.
Esta interpretación de los columnistas liberal-conservadores ha ido configurando un clima de crispación que no habíamos visto en España: las recomendaciones a Zapatero para que sin dilación acompañe a su abuelo en el cementerio; la equiparación de la educación para la ciudadanía con el dictado totalitario del nazismo; la confusión en torno a la cuestión nacional, y otras muchas cuestiones han ido modulando los sentimientos del bloque liberal-conservador hasta un nivel de excitación emocional tan intenso que cuesta recordar algo parecido.
Algunas personas de izquierda no aceptan este diagnóstico y acostumbran a relativizar la novedad de este comportamiento aludiendo al hecho de que la derecha siempre actúa de la misma manera. Creo que no es cierto. La derecha española fue extremadamente dura con Felipe González al final de su mandato; para entonces éste llevaba catorce años en el gobierno y al final de su gestión se habían ido acumulando problemas de corrupción de enorme gravedad. No es habitual que acaben envueltos en escándalos el director de la Guardia Civil, el gobernador del Banco de España y el ex presidente del gobierno de Navarra entre otros. Es bien cierto que los medios de la derecha elevaron la tensión (como reconoció posteriormente Luis María Ansón) para lograr la derrota de Felipe González porque no veían otra manera de acabar con su liderazgo, dado el apoyo electoral del que éste disfrutó hasta el final.
La situación ahora es muy distinta. A Zapatero no se le reprochan temas de corrupción; lleva muy poco tiempo gobernando, y sin embargo, suscita un odio visceral que no se daba en el caso de Felipe González. ¿Cuál es el motivo?
El primero y esencial es que Zapatero aparece ante la opinión pública como alguien que reconoce con orgullo ser heredero de los que perdieron la guerra civil. Zapatero es hijo de un vencido. Al principio parecía que el asunto no tenía relevancia pero eso era lo que creíamos ingenuamente. La realidad ha desmentido nuestros asertos. Zapatero ha removido uno de los puntos clave de la transición. Ha decidido dar cauce a la reivindicación de algunos de los grupos que pretendían hacer justicia a las victimas del franquismo, devolverles su dignidad y recuperar su memoria. Es verdad que lo ha hecho con suma prudencia pero, sin embargo, la polvareda levantada es tal que refleja mejor que todos los análisis posibles los límites de la democracia española.
La transición se realizó desde el miedo. Miedo a repetir los errores del pasado, miedo a provocar de un conflicto fratricida entre los españoles, miedo a polarizar la sociedad y crear un clima de guerra civil. Ese miedo es el provoca que se decida que hay que echar al olvido los agravios, los recuerdos de la represión, los momentos de dolor, que no es el momento de pedir un ajuste de cuestas ni de dar cauce a una justicia reparativa. Esa política marca la especificidad de la transición española. En otros países el recuerdo remite a lo vivido en una guerra mundial, a la responsabilidad ante el crecimiento y el desarrollo del nazismo, a la claudicación de muchos ciudadanos ante el totalitarismo. Cuesta mucho reconocer que una gran mayoría no supo estar a la altura y decir no cuando todavía era tiempo. Baste con pensar en la polémica suscitada acerca de las últimas revelaciones de G.Grass.
Nuestro caso es distinto. Se afirma que, ante la realidad dramática de una guerra civil, la memoria debe ser total, que no cabe realizar una memoria selectiva, que solo mire a un lado. Nada más justo pero hay que añadir que uno de los bandos, el que triunfa en la guerra civil, utiliza selectivamente la memoria durante años y años para recordar a los caídos por Dios y por España. El otro bando tiene que exiliarse, vive en las cárceles, o espera agazapado la oportunidad de ir rehaciendo su vida. Muchas de esas historias particulares, de esos padecimientos específicos, tuvieron que ser olvidados cuando llegó la transición porque la prioridad era consolidar la democracia.
Lo ocurrido con la propuesta de Zapatero demuestra que hay una España republicana que esperaba su oportunidad. En cuanto esa España ha querido levantar la voz, ha sido tan duramente denostada, que hay que concluir que existe un franquismo en España que es cualquier cosa menos residual. No es una anécdota la importancia de escritores como Pío Moa, Cesar Vidal o Jose María Marco, y su enorme capacidad de ventas. Han estado en el ranking de los bestsellers durante meses.
En todo este enorme y terrible drama hay una dificultad casi imposible de salvar: la incapacidad de la derecha cultural española para equiparar el franquismo con el nazismo y el fascismo italiano. Una imposibilidad que redunda en la dificultad para construir un relato de la historia de España que sea creíble. Los mismos que critican a Zapatero por dar alas a los que quieren reivindicar la memoria histórica son los que, a su vez, reivindican una interpretación exclusiva de la historia de España. Por un lado afirman que a nadie le preocupa lo que ocurrió hace más de setenta años en la guerra civil. Por otro, sin embargo, proclaman con orgullo que somos una gran nación que no tiene complejos en afirmar sus raíces (unos remontan esas raíces a hace más de tres mil años y otros, más modestos, se conforman con quinientos años). La derecha va recuperando el terreno en el campo de la historiografía mientras la izquierda ha ido cediendo el terreno en manos en unos casos de los nacionalismos periféricos y en otro de los cosmopolitas apátridas. Por ello es tan difícil desconecta el tema de la memoria de la cuestión de la nación.
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