La revolución finiquitada
El 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional francesa aprobó la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. Ese acto trascendental, que cargó de sentido la Toma de la Bastilla que tuvo lugar un mes antes, el 14 de julio que le precedió, sitúa en el frontispicio de la Revolución Francesa el artículo primero de dicha Declaración, en el que lo que debe ser se sobrepone a la imposición de lo dado como guía para la emancipación: “los hombres nacen y permanecen como libres e iguales en derechos”. Se echaba abajo el Antiguo Régimen y se comenzaba a erigir un orden político nuevo, que tendría que hacer un largo recorrido, pero que desde el arranque que suponía ese hito sentaba las bases sobre las que habían de levantarse sistemas democráticos construidos con conciencia republicana. Y tras ese hito no sólo se inició una nueva andadura política a la búsqueda de instituciones a la altura de la común dignidad, sino que, como subraya Hannah Arendt, también cambió la manera de ser vista la historia. Sin la Revolución Francesa, un Hegel que la acogió con entusiasmo similar al de Kant –más allá del distanciamiento respecto al terror jacobino-, no hubiera desplegado una filosofía de la historia haciendo radicar el nervio de ésta en el progreso en la conciencia de libertad.
Durante más de dos siglos hemos vivido políticamente, de una forma u otra, bajo el signo de la Revolución Francesa. Así, por ejemplo, tanto la Revolución de Octubre en Rusia, como la Declaración universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, acusaron su influjo. ¿Hasta dónde llega su alcance? A una pregunta como esa Deng Xiaoping respondió irónicamente que aún era pronto para pronunciarse al respecto. Hoy, unas décadas después de la evasiva del líder chino, ¿qué decir de los ecos de aquella revolución y de los derechos que con ella fueron reconocidos? La cuestión no es que sea pronto para hacer balance. Nuestro problema es que se va haciendo tarde para salvar el legado de una revolución que, ciertamente, cambió la historia. El capitalismo que emergía a la par que caía el absolutismo del Antiguo Régimen es el que, en medio de sus contradicciones, va imponiendo su norma para reconfigurar desde la economía un orden político ya no presidido por los derechos humanos.
Es el fondo de la actual crisis en lo que puede ser un final de ciclo histórico, toda vez que los poderes dominantes dan por finiquitado el impulso emancipador de la revolución con que se inició una época contemporánea que muchos quieren encerrar en el pasado. Es, por tanto, tiempo de resistencia a la contrarrevolución, quizá armados con la convicción que el poeta René Char expresaba así: “La única lucha se celebra en las tinieblas. La victoria está sólo en sus bordes”. A veces esos bordes aparecen como aurora, incluso roja.
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