Europa: giro a la izquierda
La UE y el euro han demostrado su utilidad durante la crisis: basta imaginar para comprobarlo lo que hubiera ocurrido sin las decisiones adoptadas en los temas y momentos más difíciles, que han puesto las bases de un gobierno económico europeo.
¿Dónde estarían Grecia, Irlanda o Portugal sin la solidaridad europea?, ¿cómo se habrían financiado y, de haberlo conseguido en los mercados, a qué precio brutal?, ¿hasta qué punto se habrían empobrecido sus habitantes?, ¿cuánto sufrimiento les hubiera costado retornar a sus monedas nacionales?, ¿habrían protagonizado un nuevo corralito?, ¿habría estallado en mil pedazos la eurozona, haciéndonos entrar en una turbulencia sin fin? Un sueño para los que especulan con la crisis: para frotarse las manos.
Para que esa pesadilla no se hiciera realidad, España impulsó tal gobierno durante su presidencia de la UE en 2010, en el marco de un trío con Bélgica y Hungría que acaba de finalizar. La apuesta fue acertada: los rescates aplicados, los cientos de miles de millones de euros movilizados o las nuevas normas y autoridades de supervisión financiera puestas en marcha lo atestiguan.
Ni la UE ni el euro están en crisis. Que los espejismos no nos confundan: a pocos años de su nacimiento, el euro se cambia prácticamente a un dólar y medio, es una incuestionable moneda de reserva e intercambio y sigue en pie y ampliando su número de socios. ¡Si eso es estar en crisis, qué será no estarlo!
El proyecto europeo, contra lo que está de moda afirmar -una suerte de europeísmo pesimista que nos invade-, continúa avanzando, con contradicciones e insuficiencias, como cualquier proceso político, económico y social.
Habrá que completar ese gobierno económico de la UE con la armonización fiscal y la desaparición de los paraísos fiscales, la creación de un Tesoro Europeo, el establecimiento de una Europa social con reglas a la altura de las del mercado único y la adopción de un presupuesto mayor que el actual financiado con recursos propios directos como un impuesto sobre las transacciones financieras. Más unión política implica más unión económica para garantizar y desarrollar el Estado de bienestar e intervenir en la globalización, a fin de evitar las situaciones vividas desde 2008.
El gobierno económico de la UE debe ser un instrumento para aplicar políticas adecuadas a cada ciclo económico, de acuerdo con la voluntad ciudadana expresada en las urnas. En una primera fase, esas políticas han servido para ordenar la casa común que es la eurozona. Ahora ha llegado el momento de que promuevan prioritariamente el crecimiento sostenible y la creación de empleo, la inversión productiva y el aumento de la competitividad. Haber aplicado aquellas permite ahora implementar estas. Es hora de invitar a Keynes a la sala de mandos.
La política económica de la UE no tiene por qué exigir más sacrificios: los peores momentos han pasado y lo que hoy necesitamos son recursos adicionales para crear empleo creciendo más y mejor. Eso pasa por el citado impuesto sobre las transacciones financieras, por una tasa bancaria y por la emisión de eurobonos. La deuda pública debería ser una vía excepcional llamada a ser sustituida por la imposición progresiva para conseguir ingresos públicos, gestionada en términos europeos. Y no podemos seguir siendo víctimas de los especuladores: para combatirles necesitamos ya una agencia europea de calificación de riesgos que deje a las privadas al nivel de credibilidad que merecen, poco o ninguno.
La crisis la creó un neoliberalismo irresponsable. En muchos casos, a los progresistas les ha correspondido gestionarla. Lo han hecho a través de una UE que tampoco la provocó, sino que la ha combatido, creando instrumentos en tiempo real, pero que no puede terminar identificando su gobierno económico con una única política de ajuste permanente y, menos aún, con el debilitamiento del Estado de bienestar. Eso diferencia a derecha e izquierda, que comparten el marco constitucional europeo, pero pueden aplicar políticas distintas en el mismo.
La izquierda ha de apoyar una UE que responda a su propia definición: una democracia supranacional basada en la economía social de mercado, al servicio de las grandes mayorías sociales que demandan más derechos, empleo y servicios públicos y de interés general de calidad, es decir, mejor y mayor nivel de vida.
Esa tendría que ser la apuesta del europeísmo progresista: una UE que culmine su unión política, posea un fuerte gobierno económico y social, desarrolle al máximo su norma constitucional -introduciendo la figura del referéndum europeo, eligiendo eurodiputados en candidaturas transnacionales, siendo paritaria en todas sus instituciones no intergubernamentales-, mejore sustancialmente su presencia internacional -con la legalidad internacional por delante, incluida la responsabilidad de proteger- y sea más democrática y eficaz, más ciudadana.
La UE ni se resquebraja, ni se fragmenta, ni está en declive. Pero debe seguir profundizando su integración hasta llegar a ser una unión política, económica y social federal. España, que cumple 25 años en la UE, no ha cesado de empujar en ese sentido. Y debe seguir haciéndolo desde su sitio, que no es la periferia, sino el corazón de la construcción europea.
0 comentarios