Los ricos, aún más ricos
Quizá sea exagerado afirmar que estamos a las puertas de una Tercera Guerra Mundial como empieza a decir más de uno, pero cada vez son más organismos internacionales los que sospechan que la creciente desigualdad es el mayor riesgo al que se enfrentarán nuestras sociedades en la próxima década. El Foro Económico Mundial, el FMI o la OCDE ya han alertado sobre los peligros de esta deriva que está registrando el mundo desarrollado en el que —simplificando— los ricos son pocos y cada vez más ricos, y los que menos tienen son cada vez más y sus ganancias disminuyen. La brecha se acrecienta. En Estados Unidos, los datos son escandalosos. En ese país, como señala The Economist, el 1% de la población con más ingresos ha pasado de detentar el 10% de la riqueza al 20% en los últimos treinta años.
Este fenómeno del aumento de la disparidad de ingresos entre ricos y pobres, que se inició ya en 1980, se ha acelerado con la crisis. El salario medio en Wall Street, por ejemplo, ha crecido en plena Gran Depresión durante los dos últimos años en un 17% alcanzando los 281.000 euros. En general, como contaba en este periódico Sandro Pozzi el pasado jueves, las retribuciones en el sector financiero suben mientras se recortan plantillas.
Solo Latinoamérica y amplias zonas de África, de donde no tenemos datos para analizar la tendencia, se salvan de una deriva tan escandalosa. Mientras la riqueza se concentra y crece de manera desmedida, las clases medias y las menos favorecidas se empobrecen hasta el paroxismo. Es una deriva peligrosa e inmoral en la que España destaca de manera especial. El índice Gini que mide esa brecha entre ricos y pobres se ha disparado desde 2008, año inicial de la crisis, hasta convertir a este país en el más desigual de la eurozona. La coyuntura económica y, sobre todo, las políticas imperantes están dando al traste con uno de los logros más importantes de la democracia española, que logró situar a España entre los países de mayor desarrollo humano del planeta, un índice que tiene en cuenta el acceso general de la población a la riqueza, la educación y la sanidad.
La pobreza por sí sola no genera un malestar social suficiente como para desatar un conflicto de mayores consecuencias. Es la desigualdad y la injusticia intrínseca que conlleva la que provoca las peores tensiones. Latinoamérica debe en gran parte su pasada inestabilidad política al hecho de ocupar el primer puesto en desigualdad social. Tras los gravísimos altercados vividos este verano en las minas de Sudáfrica está el hecho de que el 80% de las reservas de platino del mundo están en ese país mientras su población no acaba de beneficiarse de ello.
La situación es explosiva. En Sudáfrica, como en Grecia, como en España, el paro afecta ya a una cuarta parte de la población activa. Son países, sin embargo, en los que hay grandes fortunas, salarios estratosféricos y, nuevamente, unas políticas económicas de corte radicalmente liberal que, como la lluvia fina, una parte de la sociedad acepta como algo natural. El mismo día en que Oliver Wyman cifraba en 53.745 millones de euros las necesidades de la banca española para sanearse, en algunas tertulias públicas no se hablaba del insoportable peso de esas entidades financieras mal gestionadas que tanto dinero han perdido —o desviado— y que ahora hay que rescatar. No. Se hablaba de que el Estado de bienestar que tenemos es insostenible. Y como ese es el mantra de los que gobiernan, el resultado obvio es una injusta transferencia del dinero de los contribuyentes hacia esas entidades.
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