La mayor deficiencia de la España democrática
A pesar de que la España actual y la que condujo al golpe fallido del 23-F sean tan diferentes, obviamente mucho mejor la de hoy, algunas coincidencias, sin embargo, debieran dar qué pensar. La más llamativa es, sin duda, el grado de descrédito que han alcanzado los respectivos presidentes de Gobierno, Adolfo Suárez y José Luis Rodríguez Zapatero, pero la diferencia más reconfortante es que, pese a que de nuevo se amontonen los juicios catastrofistas sobre la inviabilidad de la economía española, o la desmembración de España, esta vez nadie piensa en una salida que no se acople a la Constitución: la democracia representativa parece por ahora consolidada.
Pese a que la credibilidad de Felipe González se mantuviese tres legislaturas casi impoluta y la de su predecesor, Leopoldo Calvo Sotelo, se derrumbase de resultas del golpe antes de dos años, en realidad, nada tendría de extraño que no se hayan completado dos legislaturas y la confianza en el presidente y en el partido que lo sostiene se deterioren a gran velocidad. Lo mismo le ocurrió a Suárez que en menos de dos años a partir de una enorme popularidad descendió a mínimos, teniendo que enfrentarse a una fuerte hostilidad en su propio partido, en la oposición socialista, en las Fuerzas Armadas, incluso en el Rey al que debía su posición.
Aunque luego probablemente se arrepintiese, Aznar introdujo el precedente que bien hubiera merecido afianzarse, de que habría que limitar a dos legislaturas al presidente de Gobierno. Muchas tensiones y sinsabores se hubiera ahorrado el PSOE, y con él, los españoles, si Rodríguez Zapatero lo hubiera adoptado. Una de las virtudes de la democracia es que sustituye a los gobernantes sin provocar conflictos ni vacíos de poder. Donde esta falla, como ocurre en los partidos políticos, la persona que por su cargo monopoliza el poder suele designar de hecho al sucesor.
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El hecho es que los partidos políticos surgen desde la cúspide, con un déficit democrático que muchos creímos que sería coyuntural -había que garantizar la gobernabilidad, mientras la sociedad se fuera adaptando a la convivencia democrática- pero que ha terminado por ser el factor principal de corrupción en la vida política española de los últimos 30 años. Y a ello ha contribuido de manera decisiva la ley electoral que dictó Adolfo Suárez con el objetivo de asegurarse la mayoría absoluta: listas cerradas y bloqueadas, sistema proporcional con correcciones de tal tamaño que lo desfigura por completo, al ser la provincia el distrito electoral, pero limitando el número de diputados a 350, lo que favorece a las que tienen menos habitantes en relación con las más pobladas. En suma, a nivel nacional, se beneficia a los dos primeros partidos a costa de los demás, y en la provincia a los partidos nacionalistas que con muchos menos votos pueden obtener más escaños que a partir del tercer puesto los partidos nacionales.
Con esta ley electoral, que con pequeñas modificaciones sigue en vigor, se llevaron a cabo las primeras elecciones del 15 de junio de 1977. El candidato a la presidencia del partido gubernamental fue el mismo presidente franquista que había dirigido la reforma desde el interior del régimen, sin tener siquiera el detalle de dimitir en el último minuto, como obligó a hacer a sus ministros. El partido gubernamental contó con el apoyo de los medios, la prensa del movimiento y sobre todo de la entonces única cadena de televisión pública, y en las provincias, donde la desarticulación social era aún mayor, el decisivo de los gobernadores civiles.
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Hoy somos conscientes de que el lastre más pesado que arrastramos son los partidos políticos, totalmente desconectados de los ciudadanos. Ha quedado bien claro su papel en el deterioro de las instituciones, desde los Parlamentos, las universidades, a la justicia y al Poder Judicial, por completo incapaces de enfrentarse, paradójicamente, a los mismos problemas de entonces.
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Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología. Su último libro es El Estado social.
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