II.- LA QUERELLA ENTRE LOS NACIONALISMOS (DOS MEMORIAS EN PUGNA)
El final de los gobiernos del PSOE se produjo en un contexto de ruido y furia con procesos judiciales abiertos, acusaciones de corrupción y una fuerte deslegitimación de la política. No se criticaba tanto las políticas realizadas (fueran éstas la política económica que había provocado fuertes tensiones con los sindicatos; o la política exterior que había ocasionado fuertes conflictos con los movimientos pacifistas con motivo de la permanencia de España en la OTAN) cuanto la perdida de legitimidad de la política misma.
El PSOE tardaría años en recuperarse de aquel final tan aciago de los gobiernos de Felipe González. Entre tanto el Partido Popular se encontraba con la paradoja de que no podía desarrollar su programa porque no tenía mayoría absoluta, porque tenía un pacto parlamentario con los grupos nacionalistas. El pacto se mantuvo toda la legislatura de 1.996 al año 2.000 pero, más allá de los acuerdos parlamentarios, algunos sucesos muy relevantes revelaban que no era posible seguir con la política de creer que la modernización económica provocaría la resolución de todos los problemas sociales y que la integración europea resolvería todos los problemas nacionales.
Todo cambiaba porque en la propia Europa se reconocían Estados como Croacia, porque Yugoslavia se desmembraba, porque Chequia y Eslovaquia se separaban y porque los nacionalismos periféricos empezaron a pensar que había que producir una segunda transición. El acuerdo entre el PNV, CIU y el BNG en torno a la llamada Declaración de Barcelona dibujaba un horizonte claramente confederal donde la aspiración máxima de los nacionalistas volvía a aparecer: toda identidad cultural implicaba una identidad nacional que a su vez exigía- para poder realizarse en plenitud- tener un Estado propio.
Ese planteamiento confederal remitía a una lectura de la historia donde lo decisivo era enfatizar el conflicto entre el centro y la periferia y subrayar que esa era la fisura fundamental en la historia de España. Ante ese proceso de reafirmación de los nacionalismos periféricos el nacionalismo conservador español reaccionó elaborando una lectura alternativa de la historia de España. Las naciones sin Estado, a juicio de los conservadores, no eran naciones sino regiones y la historia de España mostraba la existencia de una nación antigua y venerable (algunos hablaban de 3.000 años; otros más modestos sólo de 500) que no estaba puesta en cuestión.
Uno podía visitar el museo de historia de Cataluña y contrastar la interpretación que allí se daba de la historia de España con las exposiciones sobre Canovas, Sagasta, Maura que iban realizando los gobiernos del Partido Popular. El tema de la memoria había vuelto a adquirir una enorme dimensión en nuestras vidas hasta el punto de que eran muchos los que comenzaban a alarmarse y clamaban por dejar de hablar de esencias nacionales y comenzar a tratar los auténticos problemas de los españoles. Era una pretensión loable pero vana porque era mucho lo que no se había debatido en la ejemplar transición española y eran muchos los ejemplos foráneos que mostraban que las heridas no cicatrizan bien si no somos capaces de mirar con claridad al pasado.
Durante años la izquierda prefirió rehuir el combate; la transición estaba bien como estaba, la necesidad de echar al olvido las querellas del pasado había sido un acierto y no era bueno volver y volver sobre los agravios sufridos; los hijos y nietos de las víctimas de la represión franquista debían saber que todavía no tocaba, que todavía no era el momento, que la democracia era demasiado frágil y era preferible no tocar los cimientos si queríamos consolidar la constitución del 78.
Ese fue, y todavía sigue siendo, el discurso que se repite en los aniversarios constitucionales pero cada vez es cierto que con una voz más desfalleciente porque las querellas del pasado han vuelto al presente y ya no cabe esquivar el problema.
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