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Izquierda Socialista de Valladolid en la defensa de los Servicios Públicos

III.- LA LLEGADA DE UNA NUEVA GENERACION.

La querella entre los nacionalismos, entre el nacionalismo español conservador y los nacionalismos periféricos, fue subiendo de tono en la segunda legislatura de José María Aznar. Subió de tono  porque Aznar, tras alcanzar la mayoría absoluta, pensó que era el momento de desarrollar su propio programa político. Un programa en el que era esencial la renacionalización de España. Aznar pensó que esa tarea sólo la podían desarrollar las fuerzas liberal-conservadoras porque dada la distancia electoral con el partido socialista (hablamos del año 2.000) habría gobiernos del Partido Popular por mucho tiempo en España. Fue animado a esa labor por muchos intelectuales que vieron en el líder popular a un político capaz de enfrentarse a los nacionalismos, sin complejos,  sin estar preso de las políticas,  a su juicio, complacientes de los gobiernos socialistas. Se fue así construyendo una extraña mezcla en el mundo de la derecha política e intelectual entre liberales que abominaban de todo nacionalismo y bebían en la doctrina de Vargas Llosa y neocatólicos que consideraban que la única identidad nacional consistente se fundaba en  recuperar las raíces cristianas de Europa y la catolicidad esencial de España. Unos leían a I. Berlin, otros se inspiraban en Ratzinger y no faltaban los que consideraban que era imprescindible volver a actualizar las ideas de Menéndez y Pelayo.

                              

Cuando llega la generación de Zapatero a la dirección del PSOE se encuentra con ese clima: tanto los nacionalismos sin Estado como el nacionalismo de Estado han ido afianzando sus posiciones; no están a la espera, tienen un plan de futuro.

                              

Y se encuentra igualmente con la sorpresa de  que lo que funcionó en los años ochenta ya no funciona. Ya no cabe seguir pensando en que la modernización económica resolverá todos los problemas sociales, como si la sociedad fuera un mercado, ni cabe seguir soñando con que nuestros problemas de identidad se resolverán disolviéndonos en Europa. Hay  que apostar por un proyecto de futuro porque son muchos los colectivos que están a la espera de una nueva definición de la identidad nacional. 

                             

Están a la espera los que consideran que ahora sí toca reivindicar a las víctimas de la dictadura. Es la generación de los nietos que quiere conocer el paradero de sus  abuelos y quiere que se haga justicia. Esta primera demanda choca con la lógica de la transición que trataba de echar al olvido, de no remover las querellas del pasado, de recordar para enterrar todos aquellos terribles sucesos.

                         

Están a la espera los que contemplan preocupados unos, esperanzados todos, pero en cualquier caso todos expectantes, cómo va a evolucionar la identidad de un país que ha llegado a tener más de cuatro millones de inmigrantes y no sabe como gestionar la pluralidad cultural y religiosa. No ha acabado de resolver los problemas de la laicidad, no ha sido capaz  de renegociar los acuerdos con el Vaticano para afianzar la laicidad del Estado y se encuentra con la necesidad de integrar a unos trabajadores que tienen sus valores, sus recuerdos, sus expectativas, y quieren preservar un sentimiento de identidad propio.

                        

Y, por último,  están a la espera los que tienen una visión distinta de la nación española, los que piensan que es imprescindible avanzar en el camino del Estado federal. Un avance que implica resolver de una vez por todas el problema del terrorismo; dar el reconocimiento que merecen las víctimas de ETA, pero que exige a la vez comprender que una España plural no tiene futuro fomentando un choque irreductible entre los nacionalismos.

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