¡Es el capitalismo!
“¡Es el capitalismo!”
JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
En la novela ‘Los demonios’ de Dostoievski, el gobernador Lembke gritaba perplejo “¡Es el nihilismo!”, cuando se percató de que ésa era la raíz de la violencia que asolaba Rusia hacia la mitad del siglo XIX. En nuestros días, cualquier persona que repare en lo que supone la crisis económica en que estamos inmersos –no sólo en España, por cierto- puede acabar gritando “¡Es el capitalismo!”. De eso se trata en estos momentos –y de ahí la perplejidad al toparse con lo obvio-, de una crisis del capitalismo, siendo verdad además que entre éste y el nihilismo hay una estrecha relación. El que sea motivo de chocante sorpresa el descubrir nuestro mundo como modelado por el capitalismo se debe a que muchos olvidan que es el sistema económico dentro del cual transcurren nuestras vidas. Incluso forma parte de su funcionamiento el hecho de que perdamos la capacidad para analizarlo con cierta distancia. Es más, los mecanismos ideológicos que lo encubren y legitiman logran que dé reparo denominarlo por su nombre. Hasta cuesta trabajo usar la palabra “capitalismo”. Eso, por una parte, puede entenderse como traslación al innombrable sistema de la prohibición de nombrar a Dios, como ocurre en el judaísmo, que no es sino muestra de haber convertido en ídolo la organización de lo económico en torno al capital. Pero, por otra, la resistencia a nombrar aquello que de forma tan determinante nos condiciona responde también a un proceso de naturalización de lo que es producto humano, lo cual llega al punto de ocultar su génesis histórica. Al considerar el capitalismo como algo natural, a lo que ni se hace referencia porque parece estar ahí desde siempre, sus crisis cíclicas se contemplan pasivamente al modo de las catástrofes naturales en la estación de las tormentas o los huracanes. En ese sentido, si la experiencia de las crisis económicas es muy antigua, como reflejan los relatos míticos sobre los siete años de vacas gordas y los siete de vacas flacas, la naturalización de lo económico y de sus crisis corresponde a una mitificación que nos deja más inermes que la mentalidad mítica del pasado, pues ahora es la mitificación culpable en la que incurre una racionalidad que no debería abdicar de su tarea crítica.
Precisamente un análisis crítico de la crisis es necesario para salir de ella. El que a estos momentos y a otros análogos se les llame ‘crisis’ tiene que ver con que convocan a la crítica para despejar las alternativas que emergen desde el cuestionamiento de lo existente planteado por la misma dinámica de los hechos. Extrañarse de que el capitalismo conlleve crisis es fruto o de la ignorancia o de la arrogancia. No hace falta adherirse al pronóstico de Marx acerca del colapso definitivo de tal modo de producción, en virtud de sus crecientes contradicciones internas, para darle la razón en su caracterización del capitalismo como un sistema que realimenta constantemente las crisis que se dan en su seno. No puede ser de otra forma cuando la lógica del mismo es la del máximo beneficio, al mínimo coste y en el menor tiempo. La acumulación de capital que se persigue termina por fuerza expulsando a muchos del mercado (de capitales, de bienes o de trabajo), encareciendo las materias primas –si no se acaba con ellas-, provocando subidas de precios por la tendencia al control monopolista de la oferta y desencadenando toda una secuencia de fenómenos sociopolíticos conocidos: inflación, desempleo, empobrecimiento de clases medias, tensiones sociales, deslegitimación funcional del Estado, etc. Las crisis se remontan cuando los problemas sociopolíticos se encauzan y la economía se repone, aunque sea entrando en la nueva fase de un capitalismo reestructurado –hasta la próxima crisis que venga después-. Cuando no se logra, los desastres se suceden unos tras otros, desde un paro insoportable hasta la fascistización de la política, desde la destrucción medioambiental hasta el expolio de cualquier tipo de recursos –de todo ello se ha visto y así se puede reconocer sin tener que cargar con la revisable prognosis de la depauperación del proletariado-.
A una mirada crítica atenta a la marcha de los acontecimientos no deben escapar las tensiones y desequilibrios que a través de ellos se van incubando, de forma que, a ser posible, las medidas contra la crisis puedan tomarse antes de la explosión de la misma. Y si la grave situación económica en que estamos tiene causas exógenas en un mundo globalizado, como la crisis financiera internacional a partir de la caída del sistema hipotecario estadounidense y la subida del precio del petróleo, tiene otras causas endógenas cuyos perversos efectos eran previsibles. Podía vislumbrarse que la especulación inmobiliaria y el urbanismo desaforado que se han dado en España en la última década dejarían muy negativas consecuencias cuando pinchara tan traicionera burbuja. Cabe decir, con toda humildad, que la crisis se veía venir, como algún clásico de la tradición socialista anticipó respecto de la que llegó en 1929, aun cuando figuras de tanto relieve como la del sociólogo y economista Werner Sombart habían proclamado la completa indiferencia de la ciencia económica respecto al problema de la crisis, de tan improbable como la veían.
Estando las cosas como ahora están en España, resulta atinado el consejo dado en su día por un viejo luchador por la emancipación de los trabajadores de no buscar como salida de la crisis el “traer de vuelta el pasado”. En ese sentido ha hecho bien el ministro de Economía al insistir en la imperiosa necesidad de reconducir una desorbitada actividad inmobiliaria que ha desquiciado el mercado de la vivienda en nuestro país. Sobre el conjunto de medidas puestas en marcha por el Gobierno de España para afrontar la situación crítica en que nos hallamos, conviene subrayar la necesidad de que todas ellas guarden entre sí la necesaria coherencia para no estorbarse unas a otras y aún menos entrar en contradicción. Si las prioridades son evitar el desempleo y apoyar a los parados, mantener las políticas sociales, controlar la inflación y lograr un cambio del modelo productivo, ha de actuarse en consonancia con ellas. Habrá que tener en cuenta que unas pretenden una incidencia inmediata y otras sólo pueden fructificar en un plazo más largo. El necesario cambio del modelo productivo, para dejar atrás el hasta ahora dominante que gravitaba sobre la construcción, requiere tiempo para cuajar. Es fácil compartir las razones del Gobierno cuando apunta en esa dirección. No lo es tanto al valorar la supresión en estas circunstancias del Impuesto sobre Patrimonio, que permitiría recaudar 1800 millones de euros en este año, como los sindicatos han puesto de relieve. En cualquier caso, ante la problemática económica que afrontamos es importante trasladar creíblemente a la ciudadanía qué se quiere hacer y por qué. Pueden recordarse a ese respecto palabras sabias como las del insigne economista Paul A. Samuelson cuando decía, allá por los “tiempos de histeria” de la crisis del petróleo de 1973, que “hace falta en la esfera económica tomar decisiones serenas que no pretendan acabar con todos los problemas de la noche a la mañana”. Es la serenidad que resulta de tener en claro objetivos y medios, prioridades y etapas, de manera que, con el mismo Samuelson, podamos decir que “sería trágico que se abandonasen, o incluso que se recortasen, con el pretexto del mito de la necesidad económica, las nuevas campañas que se han desarrollado contra la pobreza y la desigualdad (tanto en el país como en el extranjero)”. La solidaridad en pro de la justicia social, que tiene que empezar siendo justicia económica, también es ‘via regia’ para salir de la crisis.
(Artículo publicado en el diario IDEAL de Granada el 19 de agosto de 2008)
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