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Izquierda Socialista de Valladolid en la defensa de los Servicios Públicos

Los días del amor y la ira

PILAR RAHOLA

EL PAÍS - 01-07-2006  

En estos días, la paz es un comodín que circula por las bocas de la política, llenándolas de su densa carga simbólica. Uno coge un micrófono, pone cara de circunstancias, menta la gran palabra y la razón se vuelca a su lado, como si Newton mismo tensara la implacable ley de la gravedad. Hay conceptos que parecen puros, vírgenes de la maldad de las intenciones que los gestan, casi inocentes. Sin embargo ya nos enseñó Gandhi que la paz es un concepto abstracto cuyo previsible valor depende de las contingencias que lo hacen tangible. Depende de cómo sobrevive a la contaminación terrenal. De cómo se mancha. La historia está sobrecargada de paz de cementerios, de dictaduras pacíficas, de pacifistas bélicos y hasta de guerreros que luchan por la paz. "No hay un camino para la paz. La paz es el camino", dice la mítica expresión. Pero puede ser un camino tortuoso, complejo, incluso debatido y polemizado. Gandhi, por ejemplo, se pronunció apasionadamente a favor de la guerra contra Hitler. Y, haciendo una introspección íntima radicalmente sincera, ¿qué haríamos, cualquiera de nosotros, si nos encontráramos cara a cara con Goebbels, a las puertas de Auschwitz, y tuviéramos una pistola? Por supuesto que estamos contra la pena de muerte. Pero los principios, como los amores, sólo son auténticos si no son puros. Si no juegan a ser inocentes. Sin embargo, en estos días preñados de esperanza, los hay que usan el sustantivo paz como si fuera inmaculado a los tiempos, a las razones y a las circunstancias, como si estuviera en una urna de vidrio y fuera de su propiedad.

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Sí. Hablo de Mariano Rajoy. Y de su adosado Acebes. Y de toda la retahíla de escribanos del PP que pasean palmito por los micrófonos del reino, avisando de los límites de la paz, de su precio que no tiene precio, de su carácter de bien innegociable. Incluso hasta hablo de Fraga, que me lo han resucitado en Tele 5 para la ocasión. Grandes palabras en bocas grandes para un momento grande. Pero, en su trascendencia impostada, ¡qué vacías palabras, huérfanas de otro sentido que el de la oportunidad! ¿Cómo que la paz no tiene precio? ¿Cómo que es innegociable? Todas las paces del mundo han tenido precio y todas han sido negociadas. Y, por supuesto, todas han incluido su dosis de sacrificio, dolor e injusticia. Otra cosa es pedir los mínimos de desgaste, límites precisos, incluso exigencias inapelables. Pero negociar, negociaremos, porque si la paz es el camino, éste es su verbo. De manera que, si me permiten, expreso mi..., ¿cuál sería la palabra, indignación, desconcierto, fatiga -crónica-? por la actitud maximalista, perversamente oportunista, falsamente trascendente y obtusamente estéril que el PP mantiene contra viento y razón. Y desde esa fatiga crónica, considero que hace una apropiación indebida de la paz, cuyo territorio simbólico no es su coto privado. Puede que, mentando la paz en vano, abusando del concepto hasta el delirio, arrastrándolo por el lodo de la pelea política tabernaria -al estilo de la escuela de Dolors Nadal-, esté trabajando contra la paz. Puede que los que más hablan de paz, no crean en ella. ¿Contra ETA, la política de algunos era más fácil? El terrorismo, desgraciadamente, siempre simplifica la realidad...

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A pesar de los pesares, e incluso con el PP panza arriba, el momento aparece con la grandeza de lo solemne, preñado del nerviosismo atmosférico pertinente, tintado de emoción y de anhelo. ¿Notaron la profunda carga emotiva que respiraba la comparecencia de Zapatero? Había algo más que tensa responsabilidad en ese rostro para la historia. ¿Esperanza? Y esa esperanza, percibida colectivamente, le da el aval necesario para andar sólido el camino. Lo está haciendo muy bien. Y lo digo porque en este mundo de monas, donde el elogio es una impertinencia -y la felicidad, un insulto-, resulta muy escaso hablar bien de un político. La encrucijada que estamos viviendo es clave y las opciones son escasas: podemos hacer las cosas muy mal o muy bien, difícilmente a medias. De momento, y toquemos madera, Zapatero las está haciendo muy bien. Que los vientos le soplen a favor no le quita mérito, sino que le añade riesgo. Por supuesto que su éxito será rotundo si consigue que el Partido Popular entre en el amplio consenso de la negociación. Pero si no lo consigue, más que un fracaso de Zapatero, será una honda derrota de Rajoy. Por todo ello es pertinente preguntarse, en el caso de ruptura definitiva del consenso, si el PP puede hacer fracasar el proceso iniciado. Lo dudo mucho, es un proceso que va a velocidad de crucero, que ha encontrado su momento en la historia para producirse y que, para desgracia del PP, no lo necesita. El PP puede acompañar con mucho ruido este proceso, pero difícilmente podrá pararlo. Lo cual nos lleva a algo terrible: la única posibilidad de que el PP triunfe en su obcecación, es que fracase la paz. Sin ninguna duda, Rajoy ha iniciado una veloz carrera hacia un callejón sin salida.Pero más allá de los ruidos de la política y sus bajas pasiones, lo cierto es que tenemos motivos para sentirnos optimistas, quizá ilusionados. Estamos viviendo lo que puede ser el final de un agujero negro que, durante décadas, ha traído dolor, desconcierto y ausencias. ¡Cómo pesan las ausencias, en días como éstos! ¿Qué dirían ellos?... Si rubricamos con inteligencia el capítulo que estamos viviendo, si somos hábiles en el manejo de la aguja que tiene que coser las heridas, repuntar los desaguisados, cortar los malos hilos, si lo hacemos bien, más que protagonizar el presente, estaremos construyendo el futuro. La sola idea de que nuestros hijos no vivan un nuevo Hipercor, ni tengan su alma colgada del último aliento de un Miguel Ángel Blanco, ni aprendan a amar lo vasco sin tener que sufrir su parte más negra, esa sola idea adquiere, hoy, la categoría de grande. La categoría de inmensa. Del verde país nos llega hoy la verde esperanza. Verde de creer y anhelar, verde de volver a entender, verde de palabra sin fuego. Hay momentos, en la historia de los pueblos, en que millones de almas respiramos un mismo aliento. En esos momentos, la historia adquiere sentido. 

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