Exigir responsabilidades políticas, único freno a la corrupción
Javier Franzé
Profesor de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid
Rita Barberá sigue en política activa no porque sea aforada, sino por lo mismo que evitó el retiro de Felipe González por el caso GAL o el de Mariano Rajoy por el caso Bárcenas: porque en la cultura política de este país la responsabilidad política no prima sobre la responsabilidad jurídica.
La corrupción no se reduce a robar bienes públicos, ni corrupto es idéntico a delincuente. Esta caracterización estrecha impide identificar la corrupción y frenar su imperio. Se puede dañar lo público sin robar y se puede ser un corrupto sin delinquir.
La corrupción es la apropiación privada de lo público. El criterio para evaluar la corrupción —siguiendo a L. M. Diez-Picazo, La criminalidad de los gobernantes— es el uso que las organizaciones y los dirigentes políticos hacen de lo público, no sólo en términos materiales (apropiación o no de bienes materiales públicos), sino principalmente en términos inmateriales: apropiación o no de bienes inmateriales públicos, como la confianza depositada por la ciudadanía para el cuidado y gestión de lo de todos.
En la gestión de esa confianza se halla la clave, porque siempre que hay apropiación de lo material (dinero o recursos) hay apropiación de lo inmaterial (confianza), pero no al revés. Por eso el criterio es político, no jurídico.
En definitiva, la responsabilidad política radica en la evaluación de la conducta de los cargos políticos –entendida como acción y omisión— respecto del encargo de cuidar lo público que reciben de la ciudadanía, para analizar si cabe mantener o no la confianza dada. Lo público puede ser postergado de manera directa (apropiación de bienes públicos) o indirecta (amaño de un concurso público a cambio de sobornos).
Veamos ahora cómo acaba imponiéndose en el debate público de este país el criterio de la responsabilidad jurídica.
¿Qué dicen los partidos o sus dirigentes ante los casos de corrupción? Básicamente, echan mano de tres argumentos. 1) El sospechado tiene derecho a la presunción de inocencia hasta que la Justicia demuestre lo contrario. Si alguien lo tilda de corrupto antes de que se expida la Justicia, está faltando a las reglas del Estado de Derecho. 2) El sospechado desconocía la actividad de sus subordinados, y por lo tanto que no es culpable de nada. Como en el caso anterior, este argumento invierte la carga de la prueba y acaba victimizando al verdadero responsable, que ahora se presenta como traicionado. 3) El partido no es corrupto, sino sólo unos pocos. No podemos controlar a todos. Este partido está integrado en su amplísima mayoría por militantes honestos que se sacrifican por el bien colectivo.
Estos tres argumentos pivotan por completo en la responsabilidad jurídica: hay responsabilidad cuando hay delito o falta (1) y ésta se circunscribe al que la cometió (2 y 3).
El problema es que la contraargumentación –en especial en el progresismo o la izquierda–suele replicar que los indicios o la imputación son suficientes para determinar la corrupción del sospechado y/o del partido. Esta contraargumentación, al exponer los indicios o la imputación como pruebas suficientes, acaba reforzando la primacía de la responsabilidad jurídica sobre la política. Al hacer esto, es funcional al argumento que pretende desarbolar, porque éste le achaca no respetar la presunción de inocencia.
Si el argumento juridicista es coherente pero no comprende –o no le conviene hacerlo— la especificidad de la responsabilidad política, el contraargumento mencionado es igualmente miope ante la responsabilidad política y, además, acaba siendo incoherente en el terreno jurídico, donde las pruebas mandan.
El único modo de salir de este círculo vicioso encandilado por lo jurídico es abordar el problema de la corrupción desde el criterio de la responsabilidad política, que rebate los tres argumentos mencionados. Veamos.
En cuanto al argumento 1, cabe decir que en la amplia mayoría de los casos, la falta de responsabilidad política se produce antes que la falta jurídica. Cuando Rita Barberá afirma que “en el Ayuntamiento de Valencia, que yo sepa, no se ha amañado ningún contrato ni ha habido ninguna mordida ni ninguna desviación para financiar ilegalmente nada” está exculpándose jurídicamente, pero autoinculpándose políticamente, porque parte de la responsabilidad de una alcaldesa es conocer cómo se adjudican los contratos públicos. Esto no depende, como se ha dicho en estos días, de la personalidad en este caso de Barberá, presuntamente afecta a controlarlo todo. Aunque no lo fuera, es el cargo, la responsabilidad pública, la que le obliga a conocer esas contrataciones.
Podría darse el caso de que un responsable político fuera imputado y luego declarado inocente. Aquí la responsabilidad política prima también: mientras esté imputado debería ser apartado del cargo, pues esa condición, por la duda que supone respecto de la conducta pública, es ya incompatible con cualquier confianza.
Lo dicho para el argumento 1 vale también para el argumento 2. En política –a diferencia del ámbito jurídico– el desempeño de un cargo implica la responsabilidad política respecto de la actuación de los subalternos. Los fallos de éstos en el cuidado de lo público suponen la impericia del que los nombró y así su incapacidad para cuidar lo público. Es el caso de Felipe González cuando afirmó que se había enterado de los GAL por la prensa, o el de Rajoy aduciendo que Bárcenas lo había traicionado, y el de Cristina de Borbón cuando dice desconocer las actividades de su marido (que no es su subordinado, pero la posición de Cristina de Borbón en la Corona y en el Estado es incompatible con el desconocimiento que aduce).
Willy Brandt debió abandonar su cargo de primer ministro cuando se supo que en su círculo de confianza se encontraba un espía de la República Democrática Alemana. Brandt no conocía la verdadera identidad de su subordinado, e incluso colaboró para que se lo descubriera. No obstante, cayó en desgracia política, pues apareció ante la ciudadanía como incompetente para conocer e impedir actividades contrarias al bien común. Era jurídicamente inocente, pero renunció. Actuó con responsabilidad política pues no se apropió del recurso público que se le había encomendado, la confianza para la defensa del bien común.
El argumento 3 es el más falaz de todos. Un partido no es como una organización delincuente, de la que forma parte sólo aquel que esté férreamente comprometido con el fin criminal que se persigue. El carácter abierto de un partido hace que siempre haya al menos un afiliado no comprometido con la corrupción y que pueda ser utilizado para argumentar, abusando de la aritmética, que la totalidad de la organización no es corrupta. Pero todo partido tiene una dirección que es responsable de la conducta de la organización como tal, lo cual se comprueba cuando se ganan y se pierden elecciones, por ejemplo. Por lo tanto, la responsabilidad política determina que el partido es su conducta como organización, no la suma de los comportamientos individuales de sus miembros.
La primacía del criterio político tiene además la ventaja de permitir ver la corrupción de conductas legales. Por ejemplo, el cobro por parte de una dirigencia partidaria de sobresueldos provenientes de donaciones privadas, o la aceptación de regalos institucionales por parte de responsables políticos. Si la dirección de un partido cobra sobresueldos, aunque los legalice y tributen a Hacienda, está poniendo en peligro la defensa de lo público ante los intereses particulares privados. ¿Qué confianza puede despertar una organización que se financia de ese modo? En ese sentido, no es delito tampoco que un responsable político consuma con cargo al presupuesto público ostras y gin tonics, pero no se condice con el cuidado de lo común.
La primacía del criterio político ilumina también que la condena pública no debe recaer exclusivamente en el Estado y en sus dirigentes políticos, sino también en las empresas y agentes privados corruptores. Lo común no es responsabilidad exclusiva del Estado: si una empresa soborna o acepta pagar comisiones para obtener una obra pública está revelando que su criterio de actuación —al privilegiar la ganancia a cualquier coste, minando el criterio meritocrático— no puede ser confiable en términos del cuidado de lo común. De este modo, el criterio político permite desacreditar el discurso que vincula la corrupción al tamaño del Estado.
Pero, en verdad, el impacto más negativo de la argumentación juridicista es que alimenta perversamente la disminución de la exigencia ciudadana respecto de la corrupción. Perversamente, porque lo hace en nombre de los derechos individuales y del Estado de Derecho. Y rebaja esa exigencia porque oculta el criterio político. Éste no depende –como el criterio jurídico— de pruebas materiales, sino de exigencias ético-culturales que, si no son ejercidas por la ciudadanía, hacen que en efecto los responsables de lo público sean vistos al fin como inocentes, con lo cual recomienza el círculo vicioso de la corrupción.
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