Así empezó el caso Dívar
En el último trimestre del año 2010, tras la reducción del sueldo de los altos cargos y funcionarios y del presupuesto de todas las Administraciones públicas, el Consejo General del Poder Judicial inició un debate sobre los criterios de ejecución de su presupuesto, que fueron aprobados en enero de 2011. Ya que el mantra que se repite en estos debates es la reducción del personal, creí conveniente apuntar hacia otros ámbitos y, entre ellos, a la contención del gasto en viajes del presidente y los vocales.
Sin información precisa, muchos en el Consejo convivíamos, entonces, con una difusa sensación de resignación ante los rumores de que era muy mejorable el trabajo de quienes tenían la obligación de autorizar los viajes internacionales y de que el presidente y algunos vocales no estaban siendo austeros en sus desplazamientos. Sin embargo, cuando en enero de 2011 propuse algunos criterios de austeridad al respecto el Consejo tan solo aprobó una declaración genérica, que ni siquiera limitaba los viajes en primera clase.
Seis meses más tarde, evaluamos el cumplimiento de los criterios aprobados al comenzar el año, pero la única referencia a los viajes en el informe aprobado fue que se había avanzado “en la redefinición de las condiciones de las actividades externas”. Ante tanta vaguedad, a la vuelta del verano empecé a mirar los viajes internacionales que se presentaban para autorización en la comisión correspondiente, y me topé a la primera con uno que aparecía enunciado como “viaje de una delegación del Consejo a la República Dominicana, Panamá y Colombia”. Pregunté por este viaje y se me contestó que se trataba de un viaje del presidente, que había sido autorizado ajustando al máximo el gasto, no obstante lo cual su coste era de 40.000 euros. Se me ocurrió mirar la memoria económica de este viaje y comprobé que el presidente atravesaría el Atlántico acompañado de un numeroso séquito (innecesario para los actos protocolarios que justificaban el viaje) y que todos volaban en primera clase.
Había entrado ya el otoño cuando llevé este asunto al pleno como prueba de la insuficiencia de los criterios de ejecución del presupuesto acordados meses antes y anuncié que, visto lo visto, no estaba dispuesto a mirar hacia otro lado.
Así empezó el caso Dívar (la “vendetta de Garzón”, según la caverna; la quintaesencia de una lucha de poder con el ministro de Justicia y el último episodio de las trifulcas internas entre grupos y vocales a las que nos dedicamos algunos en el Consejo, según la voz que, bajo cuerda, porta a la vez la del ministro y, hasta ayer, la de Dívar), y, también, un largo camino hasta su dimisión forzada.
En octubre y noviembre de 2011, tras mi queja porque se hubiera autorizado ese viaje a Latinoamérica, empezaron a producirse acuerdos que excluían los viajes presidenciales del impacto sobre el presupuesto del Consejo, decisiones de origen difuso de suministrar solo datos globales sobre los viajes y, finalmente, la negativa indirecta a suministrar esa información en tanto no resolvieran las comisiones correspondientes. Todo ello tuvo lugar pese a que el reglamento del Consejo reconoce a los vocales el derecho a acceder a toda la documentación.
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