La información institucional como derecho del paciente
La información institucional como derecho del paciente
(El País 28-12-2004)
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EUGENIO MOURE
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Nadie cuestiona ya a estas alturas el valor de la información asistencial como garantía del insoslayable derecho del paciente a conocer todos los datos disponibles sobre su estado de salud, y a tener constancia de los riesgos y de las alternativas terapéuticas a cada intervención corporal con un fin curativo, paliativo o simplemente investigador. La posibilidad de obtener copia completa de la historia clínica -salvo algunas restricciones- y la necesidad de otorgar consentimiento a toda intervención en el ámbito de la salud -excepción hecha de los supuestos legalmente establecidos-, dan contenido a este derecho, tanto retrospectivamente mediante el acceso a la historia clínica, como de una forma prospectiva a través del requisito previo del consentimiento informado.
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Esa doble dimensión de la información asistencial consagra en el ámbito de la sanidad el principio de libre determinación de la personalidad, no sólo en tanto presupone el conocimiento de uno mismo y la salvaguarda de su intimidad, como porque es garantía de la disposición incondicionada del propio cuerpo. No estamos pues ante una simple manifestación del derecho a la protección de la salud, recogido constitucionalmente como principio inspirador de la política social y económica de nuestro país, sino ante un eficaz instrumento jurídico para la indemnidad de la integridad física y moral, de la libertad ideológica y de la intimidad de la persona. El derecho a la información, con ese doble carácter, se enraíza en la propia dignidad del ser humano, porque indigno sería privar a cualquier persona de los datos que le permiten ser libre y autónomo en sus decisiones.
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El incumplimiento de este derecho supone la infracción de un conjunto de normas legalmente consagradas y sistematizadas hoy en día en la Ley 41/2001, de autonomía del paciente, pero además atenta contra los principios deontológicos en los cuales se inspira la profesión médica, de ahí que su proyección negativa tenga consecuencias jurídicas y éticas que imponen la obligación de responder frente al paciente y frente a la propia sociedad. En el primer caso porque la diligencia exigida al médico se despliega no sólo sobre una adecuada corrección técnica de acuerdo con los medios tecnológicos a su disposición, sino también por la aplicación de los mismos conforme a las normas éticas imperantes. Y en el segundo porque esos parámetros deontológicos de intervención profesional representan el compromiso del colectivo médico con la sociedad en su conjunto.
Con el reconocimiento de este derecho la relación médico-paciente se equilibra, trasladando a éste la responsabilidad de decidir sobre la forma de abordar su propia enfermedad, para lo cual es presupuesto ineludible la información terapéutica. Superada aquella máxima profesional que partiendo del principio ético de beneficencia imponía al médico el deber de hacerlo "todo por el paciente pero sin el paciente", se ha pasado al reconocimiento de un principio de autonomía cuya implicación en la práctica clínica obliga al médico a contar con el paciente en la toma de decisiones. El antaño privilegio terapéutico del médico que favorecía la omisión de determinados datos con el fin de evitar una predisposición negativa al tratamiento se ha mutado por la obligación de mantener un diálogo en el que se tengan presentes las circunstancias físicas, psíquicas y sociales del paciente. No consiste en omitir una determinada información sin saberla transmitir con delicadeza, respeto y oportunidad.
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Pero el paciente es también usuario de los servicios a su disposición, organizados en instituciones sanitarias privadas o públicas. La información, tanto en uno como en otro ámbito institucional, es una garantía para la adecuada utilización de los servicios sanitarios, y además representa la protección de quien ha de recibirlos por el conocimiento que implica del entorno clínico. Este derecho a la información institucional incluye la posibilidad de conocer los servicios asistenciales, su calidad y los requisitos de acceso a ellos, lo que se traduce en la obligación de disponer cada centro de una carta o guía en la que se especifiquen los derechos y obligaciones de los usuarios, las prestaciones disponibles, las características asistenciales del centro y sus dotaciones de personal, instalaciones y medios técnicos. Esta situación, recogida ex novo en la Ley de Autonomía del Paciente (artículo 12) y refrendada luego en la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, supone un nuevo reto para una organización sanitaria que, lejos de una concepción monolítica y uniforme, no tendrá más remedio que diferenciarse a través de la oferta asistencial de cada centro, de sus recursos y de la calidad ofrecida.
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Con independencia del papel regulador de la todavía incipiente agencia de calidad del Sistema Nacional de Salud, prevista con el fin de dirigir y coordinar la evaluación externa de los centros y servicios por medio de auditorías de calidad, la obligación legalmente impuesta de informar a pacientes y usuarios en referencia a un abstracto -normativamente hablando- concepto de calidad, implicará la necesidad para gerentes y directores asistenciales de adaptar sus hospitales y servicios a unas normas de calidad muy desarrolladas en el sector privado, en tanto son garantía de servicio para el consumidor y de contratación para las administraciones públicas. El desarrollo metodológico de estas normas permite descubrir en cada caso los factores claves de la calidad teniendo presentes, precisamente, las expectativas de los ciudadanos.
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La elaboración de una carta de servicios en términos de calidad está sujeta a unas específicas normas estandarizadas por Aenor, cuya generalizada aplicación en el Sistema Nacional de Salud se impone necesaria a fin de no hacer ilusorio ese derecho a la información institucional. Quizá el dinamizador del correlativo deber de publicitar los parámetros de calidad de un centro o servicio sanitario no sea tanto el cumplimiento de ese derecho sino las ventajas competitivas que reporta la diferenciación, aun cuando sólo sea para acaparar el flujo de negocio que supondrá el ejercicio del derecho a la segunda opinión médica.
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Ojalá que la ventaja diferencial que se anuda a una mejor percepción de la calidad pueda estimular mejoras en la organización sanitaria, tanta veces presa de una autocomplacencia que deja ausente cualquier atisbo de autocrítica.
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