I - ECHAR AL OLVIDO
Podríamos decir que la primera etapa cubre desde la muerte de Franco hasta el final del gobierno del PSOE en marzo de 1.996. Son casi veinte los años que incluyo en este período y por ello ya adelanto que habría que realizar un esfuerzo por diferenciar distintos momentos pero me parece que subyace en todo el período un hilo conductor. Todo comienza, a mi juicio, con el triunfo de la reforma política y la imposibilidad de llevar a cabo una ruptura democrática. Recordemos que los planteamientos de la oposición democrática hablaban de realizar un gobierno provisional que planteara un referéndum sobre la forma de Estado y abriera la posibilidad de un proceso constituyente. Al fracasar la ruptura el cauce que se siguió implicó elaborar la Constitución del 78 a partir de unas elecciones que no estaban convocadas como elecciones constituyentes.
Esas Cortes que no eran constituyentes tomaron algunas medidas para evitar perturbaciones a la hora de la elaboración del texto constitucional; todo el proceso se realizó controlando al máximo el debate y evitando cualquier autonomía de los propios diputados. Se optó por la elección de una ponencia constitucional que elaborara el texto en un régimen de silencio y de ocultamiento a la opinión pública hasta llegar a un acuerdo. Concluidos los trabajos de la ponencia se procedió a un debate en la comisión del congreso de los diputados y en el senado; un debate en el que las intervenciones estaban controladas por los portavoces de los grupos parlamentarios.
La importancia dada al monopolio de la voz y a la disciplina de voto estaba fundada en la necesidad que tenían las élites políticas de controlar el proceso, de evitar lo ocurrido en la segunda república donde era muy difícil mantener acuerdos dada la personalidad indómita de los diputados de las cortes republicanas (recordemos todos los avatares vividos en torno a la cuestión religiosa que provocaría la dimisión de Alcalá Zamora como presidente del gobierno y el acceso a la presidencia del consejo de ministros de la gran revelación de la Republica, del político más capaz de aquellos años, de Manuel Azaña)
Este proceso de control de las deliberaciones para propiciar los acuerdos venía unido a la necesidad de crear un clima político propicio para el entendimiento, un clima donde era esencial no echarse en cara las interpretaciones del pasado, no exigir cuentas por lo ocurrido, no aprovechar el proceso para poner en su sitio a verdugos y víctimas. De alguna manera se asumió que la historia de España había sido suficientemente trágica como para no repetir un combate fratricida. Este esfuerzo por no repetir los errores del pasado iba unido a la necesidad de recordar para mejor olvidar; no era el momento de pedir cuentas, de debatir sobre quienes tenían razón y quienes estaban equivocados, o dicho de otra manera quienes tenían credenciales democráticas y quiénes venían de la dictadura. Los constituyentes subordinaron muchas cosas para alcanzar el consenso porque conocían la historia de España y creían que la desmemoria era la mejor manera de evitar la repetición de los peores momentos de esa misma historia.
Es comprensible que los que actuaron de aquella manera se lleven las manos a la cabeza cuando se les reprocha que permitieran que la aprobación de la amnistía y la amnesia sobre el pasado fueran unidas. Ellos eran muy conscientes de lo que querían, de lo que querían los otros y de lo que al final resultó. Y estaban orgullosos del consenso alcanzado. El miedo a un golpe militar (que se produjo aunque fracasara el 23 f del 81), la desestabilización provocada por el terrorismo de ETA y la división interna de la derecha política española provocaron que este designio de recordar para olvidar mejor, de echar al olvido los agravios padecidos, de no remover el pasado, fuera el criterio fundamental de los gobiernos de Felipe González.
Es esa la razón por la que considero que ese espíritu de la transición dura hasta el final de aquellos catorce años de gobierno. Bien es cierto que el esfuerzo por no remover los demonios familiares iba unido a la ilusión de encontrar en Europa la gran solución a todos nuestros problemas pretéritos y futuros. Es esta la razón por la cual fue el joven Ortega el filósofo de referencia durante aquellos años. Se trataba de vertebrar la nación, de realizar el papel que había sido incapaz de llevar a cabo la débil burguesía progresista; se trataba de consolidar la democracia, subordinar el poder militar al poder civil y conseguir la integración en Europa. Rememorando al joven Ortega los problemas de España, de su identidad siempre compleja y fracturada, acabarían siendo resueltos-disueltos en un ámbito supranacional, en la entonces denominada Comunidad económica europea.
Y el hecho es que si nos situamos a la altura de 1986 la desaparición de las dictaduras en Portugal, en Grecia y en España se había producido sólo una década antes y por fin lográbamos una vinculación al proyecto europeo en un momento donde todo eran parabienes si comparábamos la situación con la trágica historia de los españoles en los años treinta. La transición había sido ejemplar, y aquella España que tanto impresionaba a Gerald Brenan de anarquistas y carlistas dispuestos a vencer o morir; aquella España trágica, estaba definitivamente enterrada en el pasado. La modernización económica provocaría el prodigio de vivir sin identidad, sin raíces y sin querellas con el pasado. Sólo los hombres y los pueblos que saben olvidar- se repetía una y otra vez- son capaces de alcanzar sino la felicidad, al menos la estabilidad política.
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