PSOE, balance de una época
Hace mucho tiempo que en los congresos del PSOE no se discute en torno a la viabilidad del proyecto socialdemócrata, a su capacidad o incapacidad de atraer a la gran mayoría de la población. La deliberación sobre ideas y proyectos fue sustituida por la búsqueda de liderazgos que nos condujeran al gobierno. Desde que Felipe González dejó de ser secretario general (1997), el PSOE se centró sobre todo en encontrar, cuanto antes, un líder nacional que hiciese real el apotegma: “somos un partido de gobierno”. De tanto poner énfasis en conquistar gobierno soslayamos la tarea política primordial de un partido: definir y delimitar el ideario del campo socialista para, de esa manera, fomentar un sentimiento de pertenencia que fuera más allá de los intereses territoriales de cada una de las federaciones que integran el partido. Es decir, se sobrepusieron las aspiraciones territoriales –y algunas veces, las estrictamente locales, para mayor carga de inconsistencia– en debates que deberían haber tenido un sentido transfronterizo, hasta llegar al extremo de adoptar decisiones “verticales” en virtud de los intereses de cada una de las regiones y de sus respectivas “baronías”. Cobró cuerpo la verticalidad y perdió la horizontalidad en los posicionamientos políticos. La oligarquización en la toma de decisiones sustituyó a la democracia deliberativa y, con ello, la vida interna del partido fue volviéndose cada vez más líquida o, si se quiere, más silenciosa compensada, la mayoría de las veces, por la acumulación de cargos institucionales a nivel local y regional. Así pues, el debate ideológico llegó a convertirse en un actor secundario y la escena crucial la protagonizó la elección de quién sería cabeza de cartel en el siguiente concurso electoral.
Lo importante, recargar la batería ideológica y abonar el terreno de las emociones para que la sequía del desencanto no agudizara la sensación de irrelevancia, enmudeció a favor de la incorporación de un modelo presidencialista o cesarista que acabaría por laminar cualquier intento de fortalecer la democracia interna. Lamentablemente, el procedimiento de primarias no ha coadyuvado a extender la democracia deliberativa en los órganos de toma de decisión ni tampoco ha servido para integrar a las minorías discrepantes en las distintas ejecutivas y en las instituciones. Por el contrario, las primarias han sido utilizadas para afianzar el modelo bonapartista y zafar al líder de turno de debates trascendentales a costa de renunciar al sentido último de la socialdemocracia. Quede claro, no estamos en contra de las primarias. Estamos en contra de legitimar las primarias como un proceso en el que “el que gana lo gana todo y el que pierde lo pierde todo”. El sentido de las primarias no puede ser el de sacralizar al líder y convertir a la militancia en monaguillos. No basta con decir “un militante, un voto”; es necesario pero insuficiente para democratizar realmente al partido. Hace falta establecer mecanismos que garanticen mayores cotas de inclusión en las distintas esferas de la vida orgánica e institucional del partido. En anteriores artículos publicados en infoLibre, expusimos algunas propuestas para evitar los efectos perniciosos del sistema de primarias.
Las preguntas que subyacen aquí son: ¿por qué los ciudadanos ya no conectan con nosotros?, ¿por qué el PSOE ha dejado de ser visto como partido impulsor de los cambios sociales?, ¿por qué el PSOE ha perdido el tono vital hasta el punto de ser percibido como una fuerza complementaria del sistema? Hay quienes, con poca memoria, sitúan el momento del gran desapego en el final de la legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Es más, para la denominada “vieja guardia”, para quienes prefirieron abandonar el marxismo y deificar a Felipe González, la etapa de Rodríguez Zapatero es un “paréntesis” en la historia del socialismo español. Una época, afirman, para olvidar. Puede que esta lectura del pasado les reconforte pero no responde totalmente a la realidad. El PSOE lleva desfondándose políticamente desde hace mucho tiempo atrás.
Sin duda alguna, el primer trauma post-electoral sobrevino cuando Felipe González perdió las elecciones en marzo de 1996 y no pudo revalidar su mandato como presidente de gobierno. Se perdió por poco, es cierto (el PP obtuvo 9.716.006 votos mientras que el PSOE 9.425.678 votos). Con todo lo que había ocurrido desde 1993 a 1996 apenas hubo una diferencia de 290.328 votos. Quizá ese hecho, haber perdido por tan poco, facilitó que no se debatieran en profundidad las causas del declive socialista y que en el decisivo XXXIV Congreso Federal (junio de 1997), en el que González anunció que no optaría a la secretaría general con el fin de propiciar la renovación del partido y, de paso, arrastrar a Alfonso Guerra a abandonar la ejecutiva, no se trataran las razones de peso por las cuales el PSOE se había desplomado en las urnas y dejado de ser el partido de referencia para amplias capas de la población.
Tres eran los temas que estaban en el tapete y que, por desgracia, la sucesión del liderazgo de Felipe González los evaporó por completo: lo relativo a la tensión entre Estado de Derecho y razón de Estado, lo que incumbe a la economía social de corte socialdemócrata frente a prácticas económicas social-liberales y lo referente al modelo de organización del partido.
1. La zona oscura: razón de Estado
Frente al terrorismo de ETA fueron apareciendo distintos grupos ilegales que pretendían combatir con las armas aquella organización criminal: los Guerrilleros de Cristo Rey, el Batallón Vasco-Español, la Triple A y los Grupos Armados de Liberación (GAL). Todos estos grupos armados tuvieron algún tipo de permisividad, consentimiento o complicidad por parte de algunos altos servidores del Estado. Su existencia ponía en entredicho los propios principios básicos y fundamentales del Estado de Derecho. Por entonces, se hablaba de las “cloacas” del Estado dando a entender que son inevitables y que no hay Estado de Derecho sin esa “zona oscura” del uso de la violencia ilegítima. No obstante, en lo que nos afecta, no debemos eludir la pregunta: ¿por qué con el tema de los GAL se adoptó una actitud abstencionista de dejar hacer, dejar pasar? Desde una óptica de izquierda la pregunta que se nos impone es qué se hizo para transformar determinadas estructuras del Estado. No podíamos ni podemos justificar que en el aparato represor del Estado no se hubiera limpiado a tiempo el lastre dejado por la herencia del franquismo, ni tampoco que la democracia haya entrado tan tarde en una de las zonas más sensibles del aparato estatal. No puede haber razón de Estado ni patriotismo de partido para justificar la existencia de hábitos perversos, tramas político-policiales heredadas de la dictadura en los cuerpos de seguridad del Estado.
El aplazamiento casi indefinido de la reforma de las fuerzas de seguridad del Estado probablemente fue una de las razones que contribuyeron a la derrota electoral.
2. Sintonía con las políticas neoliberales
Sobre la política económica de los gobiernos de Felipe González cabe hacer una interpretación específica española frente al resto de los países europeos. España tenía pendiente no sólo la incorporación a la Unión Europea, sino también de manera especial la construcción de un Estado de Bienestar. Ambas misiones se identificaron, en el sentir colectivo, como logros de Felipe González. En efecto, suponían un claro avance en temas como la universalización de la sanidad, la universalización de la educación hasta los dieciséis años, el acceso generalizado a la universidad fomentado por una política de becas hasta entonces desconocida, la implantación de las pensiones no contributivas, la superación de una política de beneficencia por un pilar incipiente de servicios sociales y un impulso muy importante en una red de infraestructuras públicas, etc.
Unos cambios profundos en nuestro país que tuvieron su principal reflejo en nuestros municipios. Los socialistas gobernábamos en las principales ciudades de España y lo hacíamos acompañados de un impulso ciudadano de cambio ante un hábitat muy desolador: había que superar las ciudades o barrios “dormitorios”, carentes de todo tipo de servicios. Y no hay duda de que las ciudades comenzaron a cambiar. Así nacían hospitales y centros de salud, colegios y escuelas infantiles, universidades, viviendas públicas y rehabilitación de entornos urbanos, complejos deportivos y culturales, etc. Una micro política que sin duda contribuyó al bienestar social y que sedimentaba fuertes redes de solidaridad a través de unos nuevos servicios sociales.
Pero, paradójicamente, serían estos logros y una cierta autocomplacencia los que frenaron el verdadero debate que se cernía sobre el auge de las políticas neoliberales en Europa. En el ámbito nacional, el problema con que se enfrentó el gobierno socialista era cómo gestionar la crisis económica de los años ochenta del siglo pasado, cuya característica principal era la pérdida de rentabilidad del capital a largo plazo. Los efectos de aquella crisis fueron: el decrecimiento de la inversión productiva, la aparición del paro estructural, el desequilibrio entre consumo y producción y, sobre todo, el nacimiento de la economía especulativa. Si queremos ser justos en la valoración, no perdamos de vista el contexto internacional: la economía neoliberal se consolidó como paradigma dominante a partir de los gobiernos de Reagan y Thatcher. Dichos parámetros neoliberales tuvieron, en efecto, un claro influjo en la economía política española. Ecos de estos planteamientos neoliberales fueron lo que en la segunda mitad de los ochenta se propuso como “saneamiento económico”: la primacía del control de la inflación sobre la creación de empleo, una política macroeconómica dirigida hacia el control de la oferta monetaria y de los tipos de interés, una política fiscal que favorecía a la renta del capital sobre la renta del trabajo y todo ello se aderezaba con una retórica que elogiaba las virtudes del mercado. Fue la época en la que imperó un uso funesto del concepto de “modernidad”: era utilizado para convertir al mercado en el agente fundamental de la eficacia económica, para eliminar las normas reguladoras de las relaciones laborales, para justificar el abaratamiento del coste salarial y las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, para promover la precarización del empleo con el objetivo de ser competitivos, etc. Y en paralelo se daba a entender que los sindicatos de clase eran una rémora para la modernización y el progreso.
En este período también se produjo una gran concentración de la riqueza, lo que por entonces se calificó “socialización de las pérdidas y privatización de los beneficios”. Ni siquiera el más sano de los “posibilismos” o “gradualismos” podía justificar la dualización social que provocaba la aplicación de las premisas neoliberales. Y sostener que aquella política económica era la única posible constituye un verdadero desatino del pensamiento socialista, ya que implica reconocer explícitamente que había y hay que salvar los privilegios de quienes se benefician del statu quo. Triste noticia: defender la estabilidad no es sino defender el orden constituido. Y si ese orden es injusto, como ocurre en la sociedad capitalista, significa renunciar a la justicia social. Estamos convencidos de que la solución al desempleo no pasa necesariamente por la precarización del trabajo, de que la única vía para incrementar la demanda no es el recorte salarial y, en fin, de que el crecimiento económico es compatible con la justicia social, es decir, con el reparto de la riqueza y de las oportunidades. Para ello hubiera sido necesario que: 1) las grandes compañías transfiriesen anualmente un porcentaje mínimo de sus beneficios a los fondos de los asalariados, de tal manera que se hubiese garantizado el destino de los excedentes hacia el empleo; 2) se incrementara la influencia de los trabajadores en el proceso económico con el fin de avanzar hacia la economía social de mercado; 3) que existiera una mayor proporcionalidad en la presión fiscal entre el IRPF y el Impuesto de Sociedades; 4) interpretásemos en sus justos términos el artículo 128 de nuestra Carta Magna: Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general.
Es evidente que en materia económica se habían adoptado medidas que nos alejaban extraordinariamente de las señas de identidad de la socialdemocracia clásica. El caso más notorio fue la reforma del mercado laboral de 1994, siendo catalogada por los sindicatos como auténtica “contrarreforma”. No menos significativo fue que aquella ley contó con el respaldo de la derecha y causó desconcierto en las bases sociales de izquierdas y un profundo rechazo de los sindicatos. Paradójicamente, la ley se presentó como un instrumento para la creación de empleo y no tan paradójicamente como un mecanismo para flexibilizar la rigidez del mercado de trabajo. ¡¿Cuánto tiempo llevamos con el mantra de la rigidez del mercado de trabajo?!
Sin duda alguna, toda esta sintonía con las políticas neoliberales incidió en el desgaste del gobierno socialista y ha tenido efectos sociales y electorales negativos.
3. El precio de la cohesión interna
Uno de los rasgos inherentes del proyecto socialista es la participación en la toma de decisiones y en los resultados económicos, sociales y culturales. Entendemos como un derecho inalienable intervenir en la toma de decisiones. Sin embargo, la situación del PSOE era a todas luces preocupante: se había convertido en un instrumento devaluado ya que la relación partido-gobierno, desde 1982, daba sobradas pruebas de sumisión, sucursalismo y seguidismo acrítico y acéfalo del partido respecto al gobierno. En aquellos años regía la máxima “se gobierna desde la Moncloa y no desde Ferraz”.
Asimismo, se aplicaba la tan manida “cohesión interna” como disolvente de la pluralidad. Es decir, se confundía cohesión interna con amordazamiento de la disidencia, con hacer de la disciplina un instrumento de control hasta el extremo de convertir el partido en una marioneta movida por muy pocos hilos y, en el peor de los casos, por uno solo. En la vida interna del PSOE se tendía fragmentar el debate alrededor de las zonas de influencia de los líderes regionales en vez de auspiciar el mismo en torno a posicionamientos políticos e ideológicos globales. Es el momento en que aparecen con intensidad las baronías territoriales como contrapeso a eso que se denominó “guerrismo”. Iniciamos el camino hacia un modelo de partido y de debate que consagraba el peso de cada federación, la fuerza de cada líder regional y, en consecuencia, se iba territorializando el discurso hasta llegar a perder el sentido global del pensamiento socialdemócrata. De forma que el discurso socialista ya no lo vertebraban las distintas corrientes o alas de pensamiento sino que los acuerdos o desacuerdos dependían de la región a la que se pertenecía y, por consiguiente, de lo que mantuviera el líder regional de turno.
En concomitancia con lo anterior, las Agrupaciones Locales fueron perdiendo entusiasmo, afán por el debate, y los militantes redujeron su capacidad política a cotizar, a realizar tareas puntuales en las campañas electorales y a apoyar pasivamente decisiones que no le habían sido consultadas. Con esta dinámica de funcionamiento, lógicamente los militantes carecían de recursos formativos para contrarrestar los ataquesdirigidos tanto por el neoconservadurismo como por el neoliberalismo contra el socialismo.
Esta falta de respuesta del partido también contribuyó a la pérdida progresiva del voto entre la juventud y el respaldo social en las poblaciones de más de cincuenta mil habitantes.
4. No solo la corrupción
Es incuestionable que tanto los casos de corrupción como la financiación ilegal fueron la causa primordial de la pérdida de las elecciones. Pero, como decimos, sería erróneo atribuir tal pérdida sólo a la corrupción. La apropiación indebida de fondos reservados y la instrumentalización de la política como plataforma económica personal contribuyeron a deteriorar aceleradamente nuestra credibilidad. Comenzó a ser una broma de mal gusto hablar de “cien años de honradez”. Esas conductas delictivas e inmorales minaron el ánimo de muchos militantes y también alcanzaron de lleno en nuestros votantes y simpatizantes, pues desmoralizados perdieron la confianza en el PSOE.
Como vemos, todas estas cuestiones estaban sobre la mesa y eran ineludibles abordarlas y, sin embargo, en aquel XXXIV Congreso de 1997 de lo único que nos ocupamos fue de la sucesión del líder carismático. Para colmo de males el “dedo” de Felipe González impuso que su sucesor fuese Joaquín Almunia. La elección de Almunia significaba, desde la perspectiva de los procedimientos, el triunfo de la “dedocracia” sobre la democracia y, desde un punto de vista político, la victoria del ala liberal del partido. Añadamos que nada de lo que hizo González en ese Congreso fue censurado o criticado por el periódico de referencia de los progresistas españoles; al contrario, su línea editorial era la pauta-guía del proyecto socialista.
Ahora bien, ¿en qué centraron las causas de la derrota electoral aquellos que se vivieron implicados en los gobiernos de Felipe González? Podríamos hacer la pregunta de otra forma: ¿cómo se perciben a sí mismos quienes vincularon su vida política al proyecto de Felipe González? Según ellos, el derrumbe electoral se debía únicamente a dos causas: la corrupción y el enfrentamiento con los sindicatos. Ello puede verse en el balance que hacen de la época en el libro de María Antonia Iglesias, La memoria recuperada, Aguilar, Madrid, 2003. Ninguno de los próximos a Felipe González puso el acento en la política neoliberalque venía practicando el gobierno como causa de la desafección al proyecto socialista.
El eje de la política económica se resumía en la ecuación neoliberal: “menos regulación = más modernización = más crecimiento y empleo”. Contra ella se levantaron los sindicatos de izquierdas. Paradójicamente corrobora dicho balance el exgobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, al valorar dicha época: “Dentro de cincuenta años, cuando los historiadores describan la política económica de los gobiernos de la democracia (UCD, PSOE y PP) no apreciarán muchas diferencias entre la orientación de las mismas […] porque sus elementos esenciales fueron los mismos: la apertura de la economía española, las reformas estructurales para mejorar el funcionamiento de los mercados y las políticas macroeconómicas ortodoxas. Cuando ahora, tan sólo siete años después de que los socialistas hayan dejado el gobierno, se nos pide resaltar algunas características de la política económica socialista, hay que sacar la lupa para encontrar algunas diferencias con las políticas de UCD y del PP…” (escrito para el libro de María A. Iglesias, Op.cit., pág. 903) Atendamos: Fernández Ordóñez nos recomienda “sacar la lupa” si queremos ver diferencias económicas entre la derecha y la izquierda. Quizá por esta razón Rodríguez Zapatero optó por él para que fuera la máxima autoridad del Banco de España.
Hay más, si repasamos las distintas valoraciones que hicieron de la huelga general del 14 D de 1988 quienes se vivieron identificados con el proyecto felipista, observaremos que existe una apreciación común sobre las causas de la misma: todo queda resuelto en un problema personal y psicológico del líder de la UGT, Nicolás Redondo. Fue el exministro de economía, Carlos Solchaga, quien mejor relató la supuesta patología psicológica del líder sindical: “Donde, en el caso de González, destacaba la seguridad y confianza en sí mismo; en el caso de Redondo brillaba su inseguridad personal y su desconfianza hacia todo el mundo. Redondo no podía concebir el ejercicio del liderazgo sin el uso de una autoridad con frecuencia brutal que pretendía extender a todo el mundo: desde un secretario provincial de la UGT a un ministro de la Nación. Si González era capaz (en el caso de que los tuviera) de superar sus rencores personales en los debates internos, eran proverbiales los odios africanos de Redondo (particularmente el que fue incubando contra el propio Felipe González)” (C. Solchaga, El fin de la edad dorada, Taurus, 1997, pág. 146) A la saga de Solchaga van José María Maravall, Javier Solana, Joaquín Almunia, Rosa Conde y una larga lista de eso que se llamó “renovadores”. No se consideró lo que atinadamente señaló el historiador Manuel Tuñón de Lara: que los sindicatos, si no se manifestaban contra la deriva socioliberal de la socialdemocracia española, corrían el riesgo de terminar por deslegitimar su propia figura de representantes efectivos de los intereses obreros.
La simplificación de los renovadores no pudo ser más estrambótica: todo el problema del PSOE se reducía a dos sujetos, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo. A partir de aquí, concluyeron que el declive del PSOE se debía fundamentalmente a la corrupción y desligaron de las causas el haberse abrazado alegremente al neoliberalismo económico. Es indudable que la infección de la corrupción había corroído las entrañas del PSOE (caso Filesa, Juan Guerra, Aida Álvarez, etc.), había anidado en el Banco de España (caso Mariano Rubio, Gescartera, etc.), había inoculado en el Ministerio del Interior (caso Mario Conde y Perote) y, lo que era más grave, había contaminado a las Fuerzas de Seguridad del Estado (caso Roldán, Amedo, Domínguez, etc.). El panorama, no nos engañemos, era pestilente. Los renovadores pusieron el ojo pura y exclusivamente en la corrupción obviando las consecuencias del significativo abandono de las políticas económicas propias de la socialdemocracia, convencidos de que la adopción de los postulados neoliberales no produjo un alejamiento significativo de la base social. Los socialistas españoles fueron quienes realmente inauguraron la Tercera Vía aunque no tuvieron, como Tony Blair, un teórico de referencia: Anthony Giddens. En España primero fue la praxis, luego la teoría, esto es, la acomodación de las ideas a los hechos.
PSOE, balance de una época (parte II)
5. El debate siempre pospuesto
Sirva esta ineludible exposición para explicar por qué habría sido imprescindible iniciar este debate en el XXXIV Congreso y, sin embargo, la sustitución de Felipe González se llevó por delante aquella inaplazable tarea. Joaquín Almunia, previamente designado por el máximo dirigente, fue elegido secretario general. Quienes asistieron a aquel Congreso trataron de que fuese posible una elección de los delegados entre Josep Borrell y Almunia. La autoridad del líder lo impidió. Se impuso el dedo de González pero inmediatamente se cuestionó la legitimidad de origen de Joaquín Almunia. Lo que supuso que en abril de 1998 se convocaran elecciones primarias para candidato a la presidencia de gobierno y Josep Borrell le ganara a Joaquín Almunia por un margen, en lo que sabemos, de 21.394 votos. Todo el mundo lo entendió como el triunfo de la militancia sobre el aparato y los más perspicaces lo leyeron como “una cierta reparación de una mala noche” en el XXXIV Congreso. El triunfo de Borrell logró romper el hielo entre el partido y los ciudadanos. Volvíamos a levantar el ánimo pero la alegría duró poco: en mayo de 1999 renunció como candidato debido, por una parte, al escándalo de fraude fiscal de dos colaboradores suyos cuando era Secretario de Estado de Hacienda y, por otra parte, a la falta de apoyo de la dirección del partido. Ciertamente Borrell y su equipo no supieron contrarrestar las zancadillas que les tendían desde el aparato.
En el año 2000 concurrimos a la cita electoral con Joaquín Almunia de candidato y, en un desesperado intento de que el derrumbe no fuese mayúsculo, fuimos cogidos de la mano de Francisco Frutos, líder de Izquierda Unida. La operación era rocambolesca: el ala social-liberal del partido unida a los viejos comunistas. ¿Quién daba crédito? Resultado: un aplastante fracaso, perdimos 16 escaños en el Congreso. La misma noche electoral (marzo de 2000), Almunia presentó la dimisión irrevocable. Justo es reconocer la elogiable actitud de Almunia. Se creó una gestora, presidida por Manuel Chaves, encargada de organizar el XXXV Congreso, en el que resultó elegido José Luis Rodríguez Zapatero.
Si con la renuncia de Felipe González no hubo debate, con la formación de la gestora aún más se imposibilitó la reflexión sobre la deriva del partido socialista. Una vez más, se aplazaba el debate por el acuciante quehacer de buscar un nuevo líder. Como sabemos, en aquel XXXV Congreso, celebrado en julio de 2000, se presentaron cuatro candidaturas, encabezadas por Matilde Fernández, Rosa Díez, José Bono y José Luis Rodríguez Zapatero. Contra todo pronóstico ganó Zapatero, un joven de León, con mucha vida política en el interior del partido, con experiencia parlamentaria pero sin jugar ningún papel destacado en la institución, que no había ido a la manifestación de apoyo a Vera y Barrionuevo en la cárcel de Guadalajara.
Una nueva generación de jóvenes que no habían vivido directamente las inclemencias de la represión franquista, pero que se hacían cargo de la memoria de sus abuelos, tomaba el mando. La audacia de esa juventud la expresó sin complejos Rodríguez Zapatero cuando aseveró: “No estamos tan mal”. Tal vez ese optimismo no impostado atrajo el voto de los/as delegados/as de ese Congreso a la vez que la concepción del poder de José Bono produjo cierto espanto en algunas federaciones. No obstante, la cuestión que se nos plantea es si Rodríguez Zapatero había hecho la misma evaluación que hacemos nosotros de todo aquel período.
Con relación a la corrupción, en una entrevista que le hicieron Marco Calamai y Aldo Garzia (Zapatero, Ediciones Península, 2006, pág. 41), le preguntaron cuál de los errores de la vieja guardia no estaba dispuesto a asumir. En su opinión, el peor error era “no reconocer los errores”. Apenas llegó a la secretaría general, decidió dejar de pagar a los abogados de Vera y Barrionuevo por el caso del secuestro de Segundo Marey. Es el momento en el que tanto Joaquín Leguina como José Luis Corcuera lanzan furibundas descalificaciones contra la medida. Y, por si fuera poco, posteriormente nombró Fiscal General del Estado a Conde Pumpido, cuyo voto había sido decisivo para condenar al ex-ministro del Interior y al ex-secretario de Seguridad del Estado por el secuestro de Marey. Aquí no acaba el pleito con la generación anterior: en la etapa 2000-2004 se produce un doble giro desconcertante para la vieja guardia. Primero, en lo que respecta a la política mediática, concede una importante entrevista a Pedro J. Ramírez, entonces director del diario El Mundo, enemigo acérrimo de Felipe González. El mensaje era nítido: el Grupo Prisa, el periódico El Paísprincipalmente, dejaba de ser el buque insignia del PSOE. Y, segundo, al producirse un cambio de ciclo en Cataluña con Joan Maragall a la cabeza, Zapatero entendió que había que variar la posición con relación al nacionalismo periférico. Convergencia i Unió ya no podría servir de sostén al gobierno nacional a cambio de obtener muy buenas contrapartidas por parte del gobierno central. Política que el perspicaz Jordi Pujol etiquetaba de “peix al cove”, que él mismo tiene a bien traducirla en sus Memorias como “aprovechar lo que puedas pescar, coger lo que se pueda” (Op. cit., pág. 85, Destino, 2013). Tal vez estas sean las razones por la que se acusó a Zapatero de haber hecho una “prejubilación masiva” en la organización. Imputación no se ajusta a los hechos: ¿no formaron parte de su primer gobierno Solbes y Bono?, ¿no fue Borrell candidato al Parlamento Europeo?, ¿no nombró a Almunia para la Comisión Europea?, etc.
A nuestro juicio, donde erró Rodríguez Zapatero fue en la estimación contemporizadora que realizó de la política económica de los gobiernos de Felipe González. Boyer, Solchaga y Solbes no fueron para él economistas discordantes con la tradición socialdemócrata. Ello explica que, una vez en el gobierno, nombrara a Pedro Solbes ministro de Economía y Miguel Sebastián, firme defensor de la desregularización económica, se convirtiera en su asesor áulico. Es cuanto menos llamativo observar que Rodríguez Zapatero pretendía superar la contradicción entre la ejecución de políticas económicas basadas en el dogma neoliberal y las reivindicaciones sindicales contra el desmantelamiento de los derechos laborales mediante la formulación del “republicanismo cívico” y su atractiva teoría de la libertad como “no dominación”. La obra del profesor Philip Pettit, Republicanismo, le había sido útil, según él, para ir “más allá de Felipe González”. Se trataba de ir más allá del concepto liberal de libertad como “no interferencia” y mostrar que las fuerzas que rigen el mercado no son ciegas sino que tienen los ojos bien abiertos y que para obtener grandes beneficios son capaces de poner en riesgo la salud de la gente y/o del planeta. Se ve que todo esto era “un decir” porque la práctica fue proporcionalmente inversa a la teoría de la libertad como no dominación. Probablemente el juicio más certero de la última etapa de Zapatero lo registró el novelista Juan José Millás en su artículo “El enigma”: “Sabemos que el destino de todos nuestros presidentes es salir mal de la Moncloa. Sabemos que Zapatero creía que escaparía a ese destino. Ya sabemos que no. Sabemos que dijo que no nos decepcionaría. Sabemos que nos decepcionó (quizá se decepcionó a sí mismo)” (El País, 03-04-2011) En efecto, Zapatero estuvo firmemente convencido de que a él los sindicatos no le harían una huelga.
Es verdad que Zapatero cumplió con su palabra cuando sacó a las tropas españolas del territorio iraquí. No nos falló, lo que le acarreó severas críticas del entorno felipista y de la derecha española, además de ocasionarle un distanciamiento en el contexto internacional. Frenó también de inmediato la aplicación de la Ley Orgánica de Educación promulgada por el gobierno de Aznar, con el voto en contra de la oposición parlamentaria. Es obvio que en sus gobiernos se tomaron en serio la consecución de los valores postmateriales: matrimonio entre personas del mismo sexo, ley contra la violencia de género, etc. No menos importante fue promover el cuarto pilar del Estado del bienestar: la atención a la dependencia, aunque no se dotó de un sistema de financiación nacional para hacerla realmente efectiva. Asimismo, demostró una gran altura de miras cuando reorientó la política geoestratégica de Aznar, completamente subordinada a los intereses de los neocons estadounidenses. España volvió a mirar a Europa, a eso que los neoconservadores calificaron con desprecio “la vieja Europa”: Francia y Alemania. Estas medidas supusieron un verdadero avance social y cultural pero todo comenzó a venirse abajo a partir de los ajustes realizados en mayo de 2010 con el objetivo de recortar el déficit público en torno a unos 15.000 millones de euros. La necesidad de atajar el déficit se impuso en la eurozona. La disciplina de la austeridad fue implacable: se trataba de salvar la economía a costa del empobrecimiento de la mayoría de la población. El dictamen neoliberal hacía que los costes de la crisis recayeran sobre los ciudadanos. El giro de 180 grados que dio la política de Zapatero generó un gran desconcierto en la ciudadanía. Y ese amoldamiento a los patrones neoliberales difuminó el perfil de izquierda del gobierno. Si en mayo propuso un plan durísimo para reducir el déficit, en el debate sobre el estado de la Nación del 14 de julio reconoció sin ambages que lo único que podía hacer era “cambiar de rumbo”: “Donde antes se necesitaba gasto público e inversión, hoy se necesita austeridad y reformas […] Voy a ejercer al máximo el principio de responsabilidad de un gobernante, que es precisamente gobernar. Voy a seguir ese camino, cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste” (Diario de Sesiones del congreso de los Diputados, Nº 178, pág. 20, Año 2010).
Fue responsable, es verdad; pero ¿con quién?, ¿con los mercados o con los ciudadanos? Asumió, de golpe y porrazo, la ortodoxia neoliberal: prioridad absoluta a la reducción del gasto y al recorte del déficit sin el más mínimo gesto de repartir las cargas de la crisis entre las grandes fortunas. ¿Era la única política posible? Pensamos que no y no somos unos irresponsables. Otra política económica hubiese requerido otro equipo económico, es decir, romper la hebra social-liberalque se venía tejiendo desde los años ochenta en el modelo económico de la socialdemocracia española.
Aún hoy estamos pagando las consecuencias del “cueste lo que cueste”. La izquierda giró hacia la derecha apelando a lo “inevitable”, esto es, resignándose a una suerte de fatalidad cuando, en realidad, los hechos no respondían a otra cosa que a un dictado incuestionable y absolutamente político. Las exigencias de una nación, Alemania, y de su brazo económico, el BCE, cayeron en suelo español como una catástrofe. Y, paradójicamente, el deber patriótico se mutó en salvar a la banca financiera.
6. Fallamos a la ciudadanía
Esta es la triste historia de por qué fallamos a la ciudadanía. Para mayor desasosiego falta la coda final: el 27 de septiembre de 2011 el PSOE y el PP votaron conjuntamente la reforma del artículo 135 de la Constitución con el fin de establecer la prioridad absoluta del control del déficit sobre otras medidas económicas. Mandamos a Keynes al cuarto oscuro y nos sentamos en el porche a la espera de que amainase la tormenta. Pero de camino al cuarto oscuro tropezamos con una hoja del Diario de Sesiones antes citado en la que Rodríguez Zapatero le decía a Rajoy: “Es verdad que había una medida original, la había, fue la que más eco tuvo, que era reformar la Constitución para impedir el déficit. Una reforma que, como saben, es rápida, dado cómo es nuestro procedimiento de reforma constitucional, y que sería muy eficaz para combatir la coyuntura de la crisis económica. Esa ha sido toda la reforma original que le hemos oído en los últimos meses y que no tiene ni fundamento, ni eficacia, ni capacidad” (pág.22). Lo que el 14 de julio de 2010 no tenía “ni fundamento, ni eficacia, ni capacidad” el 27 de septiembre de 2011 tiene sustento, es efectivo y es competente. Cambio de rumbo a toda marcha y sin airbag. El trastazo electoral estaba de sobra anunciado. Ni siquiera el hecho de que ETA, vencida, dejara las armas pudo ser puesto en valor. Un triunfo de la democracia sin precedentes en la historia de España en la lucha contra la violencia terrorista pasó de largo durante la campaña electoral. La envestida económica pesó como una losa y había que salvar los muebles con urgencia. Cómo, buscando un nuevo liderazgo.
Y nuevamente el PSOE diluye el debate, no quiere hacer un balance. Vuelve a persistir en el error. El 27 de mayo de 2011 el Comité Federal propone que Alfredo Pérez Rubalcaba sea el candidato del partido a la presidencia de gobierno. Pérez Rubalcaba, pupilo de Felipe González y afín al grupo Prisa (ahora forma parte del consejo editorial de El País), se hizo cargo de afrontar las elecciones sabiendo que estaban perdidas. Al tiempo, se propuso suceder a Zapatero en la secretaría general del partido. Se empeñó en liderar la travesía del PSOE. ¿Cómo interpretarlo? Volvía el pasado para solventar el futuro. Dicho mejor, el futuro era el pasado. Carmen Chacón, que había sido ministra de Urbanismo y Vivienda y ministra de Defensa en el gobierno de Zapatero, fue su contrincante en el XXXVIII Congreso Federal. Chacón perdió por veintidós votos y, entre otras razones, no sólo porque fuera de otro partido, el PSC, sino por ser catalana.
En un acto celebrado en Madrid, Pérez Rubalcaba enérgicamente afirmó: “El PSOE ha vuelto, compañeras y compañeros. Ha vuelto…” No es que el PSOE se hubiera ido de viaje, no; lo que volvía era el felipismo. El PSOE volvía a ser el PSOE, es decir, las riendas estaban otra vez bajo la influencia de Felipe González. Había que borrar cuanto antes la etapa de Rodríguez Zapatero. Se trataba de eliminar la huella de Zapatero: su aventura en Cataluña, en la política internacional con el diálogo de civilizaciones, en rehabilitar al republicanismo a través de la memoria histórica, etc. Había que pasar la página cuanto antes pero sin hacer un debate, ni sopesar los aciertos y las sombras. El PSOE marchaba hacia adelante con la vista puesta en el retrovisor. Y así nos fue en las elecciones europeas. Tras la severa derrota electoral, Pérez Rubalcaba tomó la decisión acertada: el 25 de mayo de 2014 anunció su futura salida como secretario general en el siguiente Congreso Federal, convocado para el mes de julio. No obstante, antes de despedirse definitivamente del Congreso de los Diputados culminó su labor parlamentaria avalando la continuidad de uno de los ejes capitales de la Transición española: la Monarquía. En la toma de posición sobre el proyecto de ley orgánica para hacer efectiva la abdicación del Rey Juan Carlos I, Pérez Rubalcaba puso de manifiesto la entera fidelidad de los socialistas al acuerdo constitucional de 1978 y, después de precisar que en dicha sesión parlamentaria no se estaba votando la sucesión del Rey Juan Carlos I en su hijo el Príncipe de Asturias porque eso ya se había votado en 1978, esgrimió con contundencia los argumentos por los que el PSOE votaría a favor de esa ley orgánica. Hizo una consideración definitiva para fijar la posición sin titubeos: “Permítanme que me haga retóricamente algunas preguntas. ¿Podría esta Cámara no hacer esta ley? No, no podría. Tiene que hacerla porque así lo establece la Constitución. Y una segunda pregunta. ¿Puede esta Cámara votar no a una ley que recoge la voluntad expresada libremente por el Rey? O, dicho de otra manera, ¿qué significaría un voto negativo a esta ley? Pues que o bien esta Cámara entiende que la abdicación no está bien formulada por parte del Rey, lo que no es el caso, o que este Congreso no autoriza la abdicación del Rey, lo que, entre otras cosas, comportaría el dislate de que esta Cámara le dijera al Rey que debe seguir siéndolo aunque él no quiera. En resumen, la Constitución nos mandata para hacer esta ley y, a mi juicio, no cabe otra posibilidad que votarla afirmativamente si la voluntad libre del Rey de abdicar está correctamente acreditada, como es el caso” (Diario de sesiones del Congreso de los Diputados, Nº 204, pág. 9, 11-06-2014).
Nunca mejor dicho que todo lo que estaba diciendo era pura retórica, es decir, presentaba un falso dilema al modo de una disputa teológica para terminar concluyendo no que había otra vía: votar sí o sí la ley orgánica. Lo que para el PSOE había sido producto de la “convención” en 1978, termina siendo, en 2014, resultado de la “convicción”. Antes asumimos la monarquía por conveniencia, ahora la cristalizábamos por convicción. Prueba de este salto cualitativo lo revela el mismo Pérez Rubalcaba al referirse a la intervención de Luis Gómez Llorente en el debate constitucional. Curiosamente rememoró sólo una parte del discurso de Gómez Llorente, aquella en la que señala que la monarquía no es incompatible con el socialismo, pero se le “olvidó” traer a la memoria un apartado esencial de su alocución: “Por otra parte, es un axioma que ningún demócrata puede negar, la afirmación de que ninguna generación puede comprometer la voluntad de las generaciones sucesivas. Nosotros agregaríamos que se debe incluso facilitar la libre determinación de las generaciones venideras” (Diario de sesiones del Congreso de los Diputados, Nº 64, pág. 2195, 11-05-1978) Esto es, Pérez Rubalcaba, en plena crisis de la institución monárquica, cerró la puerta a que se abriera un referéndum sobre la continuidad de la monarquía. No sólo estaba legitimando el consenso de 1978 sino también estaba apuntalando el sistema. Un gran servicio a la institución, un flaco favor a la causa republicana.
7. No caigamos en la farsa
Tampoco sobre esta cuestión se pudo discutir en el XXXIX Congreso celebrado en julio de 2014. Ahora todo se centraba en quién ganaría las primarias. Así se desvanecía toda esperanza en que el partido iniciara una profunda reflexión sobre sus aciertos y sus errores. Concurrieron tres compañeros: Pedro Sánchez, Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias. La personalización de la campaña y la individualización del liderazgo impidió que realizáramos una evaluación acerca de la crisis de la socialdemocracia que fuera más allá de la coyuntura. Todo el debate se sustanció en una puesta en escena en Ferraz con los tres candidatos dirigiéndose a unos pocos militantes y, sobre todo, a las cámaras de televisión. El mismo formato del debate imposibilitaba que se tratara con mesura la encrucijada en la que nos encontrábamos. Fue un acto electoral, no una jornada donde se pusiera sobre la mesa qué había que rectificar y hacia dónde tenía que ir el partido. Como sabemos, Pedro Sánchez obtuvo más apoyos y, en el Congreso Federal, formó una ejecutiva sin contar para nada con Eduardo Madina ni con Pérez Tapias. Interpretó que el ganador “se lo lleva todo” y que el perdedor “pierde todo”. Un lamentable comienzo, pues pretendía retrotraerse al modelo de organización bonapartista, aunque sin carisma alguno. Incluso su secretario de organización, César Luena, tuvo posteriormente la osadía de hablar de “El PSOE de Pedro Sánchez”. Todo un despropósito o, si se quiere, un partido que empezaba a ser estrafalario. Lo que mal empieza, asevera Aristóteles, mal acaba.
En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx matiza una afirmación de su maestro: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra como farsa” (Op. cit., pág. 241, Espasa Calpe, 1985). En efecto, mal asunto sería caer nuevamente en el error. Demasiado mal lo hemos hecho en los últimos meses. No caigamos en la farsa de que el estancamiento en que se halla el PSOE se arregla con unas simples primarias. Y menos aún corregirán este desatino quienes han sido los máximos responsables de situar al PSOE al borde del precipicio.
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Mario Salvatierra, miembro del comité federal del PSOE;
Enrique Cascallana, ex alcalde de Alcorcón y ex senador;
Juan Antonio Barrio, ex diputado nacional
y José Quintana, ex alcalde de Fuenlabrada y actualmente diputado en la Asamblea de Madrid
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