La reforma radical del PSOE
¿Qué cambios está proponiendo el partido para esa renovación interna que le permita volver a gobernar el país? La respuesta es: ninguno. Los actuales dirigentes deben decidir si actúan como líderes o como aparato
Se consolida la sensación de que el PSOE no avanza en ninguna de las dimensiones de la acción política: ideología, estrategia y organización. Este estancamiento es especialmente extraño porque el Partido Socialista dispone de materiales suficientes para intentar progresar rápidamente en todas ellas: un reciente número de la revista Temassobre la socialdemocracia es un buen referente ideológico; Felipe González recordó en la reciente celebración del 30º aniversario de su primer Gobierno que para implementar estrategias de cambio se necesitan mayorías, que solo pueden surgir del alineamiento de las clases trabajadoras con las clases medias; hasta la saciedad se ha repetido que mientras no exista una reforma electoral que exponga a los cuadros del partido a las demandas cercanas de los electores, y para la que existen suficientes alternativas posibles, el aparato favorecerá la lealtad y no el mérito político como criterio de promoción orgánica.
Sin embargo, poco o nada se avanza, sigue el declive electoral y el desapego de los ciudadanos respecto al partido, al que incluyen en la fatal categoría de “clase política”. No se percibe en la dirección del PSOE el carácter para reconocer la gravedad de la situación, la voluntad política para reaccionar, la energía para friccionar con las inercias internas y la oposición externa. Está ausente del partido la primera función de toda política, su primum movens: el liderazgo.
El déficit de liderazgo en el PSOE se representó melancólicamente en la aludida conmemoración del primer Gobierno de Felipe González: remembranza de un pasado de triunfo y esperanza encarnado en una persona en contraste con un presente de desorientación y derrota electoral. Por supuesto, la comparación de Felipe González con cualquiera de los políticos en activo es injusta. Salvo alguna mutación genética todavía latente no aparece ningún dirigente con sus capacidades. Mientras que la sociología y psicología pueden explicar las competencias de liderazgo de todos los presidentes españoles, el caso de Felipe González permanece misterioso. ¿Cómo llegó a ser, sin especiales antecedentes familiares, sociales o educativos, un político tan excepcional?
El prolongado poder de Felipe González en el PSOE se originó sobre todo en su rol de emprendedor de la era moderna del partido. González y su pequeño núcleo sevillano —con quienes sí pudo disfrutar, por un tiempo, de los “afectos, lealtad y unidad” que el expresidente pide para el PSOE de hoy, inútilmente ya que son imposibles en cualquier gran organización— crearon de hecho un nuevo partido, construyeron una estructura a medida de la estrategia. Y para su start up político consiguieron, en dura competencia, el derecho de añadirle unas siglas clásicas y prestigiosas: PSOE.
Sin embargo, los largos años del secretariado general de Felipe González al frente del PSOE también revelan las difíciles relaciones entre el líder, no importa su poder, y su organización. Dos de las decisiones claves de Felipe González, que le permitieron una mayoría de Gobierno sostenible, fueron tomadas contra el partido que él mismo había refundado y lideraba. La primera fue la renuncia al marxismo. Si ha habido un ejemplo “de libro de texto” del rol del liderazgo en un gran partido es precisamente el del XVIII Congreso del PSOE: el líder carismático amaga con su marcha, amenaza con dejar huérfano a un aparato sin tirón electoral, para así vencer las resistencias de este a políticas renovadoras. El segundo ejemplo es el del referéndum sobre la OTAN, cuando Felipe González acude directamente al electorado, puenteando los instintos antinorteamericanos del PSOE de entonces.
Como estos dos casos ilustran, el trabajo del liderazgo en un partido es la quiebra de las rutinas e inercias estructurales e ideológicas para mantener libertad estratégica, el tensionar constantemente la organización para hacerla adaptable a la sociedad. Liderazgo y organización son opuestos. La función del liderazgo es vencer la resistencia al cambio de la organización. Pero es tal la inercia de los grandes partidos que los aparatos acaban desgastando a los líderes. Por ello es prácticamente imposible transformar un partido sin la legitimidad y oportunidad de una gran crisis, sin una refundación, sin una reforma radical. Dificultad que aumenta exponencialmente cuando la legislación hace del sistema de partidos un cuasi-duopolio, y catástrofes como perder la mitad de los votos (PSOE) o un tercio de los parlamentarios (PSC) no comportan ninguna consecuencia para el liderazgo, ni tampoco para la doctrina, estrategia y estructura.
La resistencia al cambio no es exclusiva del PSOE. El gran Helmut Schmidt se enfrentó repetidamente a su SPD para promover políticas de mayoría y de cambio, como años después Gerhard Schroeder. Las memorias de Tony Blair son un constante desprecio a un Labour incapaz de aceptar las demandas mediáticas de la política contemporánea y de reconocer que la esencia de un partido progresista es una oferta electoral de cambio. Tampoco es idiosincrático de la izquierda, como José María Aznar podría testimoniar basándose en sus primeros años como responsable del PP. Las razones por las que las estructuras de los partidos se congelan y endurecen tanto y tan rápidamente son psicológicas: el activismo político atrae a las personas más polarizadas ideológicamente y, por tanto, más dogmáticas y rígidas. Y sociales: la política se convierte en modus vivendi, especialmente para quienes esta dedicación proporciona una mayor movilidad social que sus ocupaciones de origen, si las llegaron a tener distintas. Sin embargo, muy peligrosamente para la izquierda, esta última razón no se da tanto en la derecha, porque las estrategias necesarias para mantener lo existente son obvias y los conservadores necesitan menos vanguardias especializadas políticamente. Así, la circulación entre sus élites económicas, sociales y políticas es más fluida: seguramente Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal podrían reincorporarse, sin menoscabo económico, a sus cuerpos jurídicos o a algún gran bufete, y Luis de Guindos, a una banca internacional.
Para la izquierda, la renovación de sus organizaciones es el requisito previo a periodos de Gobierno suficientes para implementar políticas de cambio.
En el referido homenaje a González, Alfredo Pérez Rubalcaba definió la estrategia del PSOE como de “radicalismo reformista”. Expresión desconcertante por su contraste con la realidad. ¿Qué política radical y/o reformista está proponiendo hoy el PSOE, con toda la fuerza de su organización, en todos los frentes de acción? El mantenimiento de la sanidad o educación públicas no cuentan: es playing defense y en política lo que no es estar a la ofensiva es perder. La respuesta a la pregunta es que ninguna.
Pero, sobre todo, la expresión del actual secretario general contrasta con la falta de reformismo interno, radical o no, del propio partido. El PSOE conoce perfectamente, hace ya demasiado tiempo, que su principal problema es su falta de credibilidad como partido de Gobierno, la falta de reputación de su aparato como potencial fuente de cuadros de Gobierno. ¿Qué cambio radical y/o reformista de la legislación electoral, que permita como consecuencia la renovación interna del partido, que permita a su vez gobernar la sociedad, está proponiendo hoy el PSOE, con toda la fuerza de su organización, en todos los frentes de acción? La respuesta es, todavía, ninguno. Y es urgente que la actual dirección del PSOE decida si quiere actuar como líder o como aparato.
Las sociologías políticas y de organizaciones surgieron, a la vez, en el pesimista reconocimiento de un fenómeno, el “desplazamiento de objetivos”: el medio —en este caso, el partido— se convierte en un fin en sí mismo, en más importante que los valores originarios de la organización. En la memorable expresión de R. Michels: “organización significa oligarquía”. Solo el liderazgo puede frenar esta deriva. Hay una pregunta que el PP no tiene que contestar por motivos obvios. Es una pregunta específica para los dirigentes de las formaciones progresistas, que se van a hacer inevitablemente los electores: ¿Cómo van a reformar radicalmente una sociedad quienes no quieren o no son capaces de liderar la transformación de su propia organización?
José Luis Alvarez es doctor en Sociología de las Organizaciones por la Universidad de Harvard y profesor de INSEAD.
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