De laicos, nada
Lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no acaba de nacer. Este es el estado de ánimo de los movimientos laicistas ante la anunciada reforma de la legislación sobre libertad religiosa, cuyo contenido adelantó EL PAÍS el domingo día 13. El Gobierno ha presentado los cambios de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 como un desarrollo de la "laicidad del Estado". Entre otras medidas, prohibirá la presencia de símbolos religiosos -como el crucifijo cristiano- en edificios públicos y buscará una fórmula para que los llamados funerales de Estado sean civiles, sin ceremonias religiosas. También se propone extender a otras religiones de "notorio arraigo" privilegios que disfruta la mayoritaria confesión católica, a la que el Estado financia con unos 6.000 millones de euros anuales.
De esta cifra, 3.000 millones se destinan, según cifras oficiales, a sostener los colegios religiosos concertados, pero también se paga con dinero público el sueldo de obispos y sacerdotes; a los profesores de catolicismo en la escuela pública (unos 15.000); el salario de más de un millar de capellanes castrenses, hospitalarios y carcelarios, e incluso gran parte de la restauración o sostenimiento del ingente patrimonio histórico artístico de esa religión, la segunda propietaria inmobiliaria después del Estado.
"Es iluso creer que se avanza hacia la laicidad mientras persistan los privilegios de la Iglesia católica, acordados en Roma en la Navidad de 1979 por el ministro de Asuntos Exteriores español y el secretario de Estado de la Santa Sede". "La tentación de extender los privilegios del catolicismo a otras religiones agravaría la confesionalidad encubierta del Estado". "España es ahora un Estado aconfesional con querida. Mañana podemos ser un Estado aconfesional con cuatro o cinco mantenidas más, es decir, habremos retrocedido en laicidad y neutralidad religiosa". Con esta contundencia se expresan los eclesiasticistas partidarios del laicismo y gran parte de los líderes de las religiones llamadas minoritarias, con tres o más millones de fieles.
Lo mismo opinan católicos de base que no viven "la laicidad como una amenaza contra la Iglesia, sino como una oportunidad positiva". El Foro de Curas de Madrid incluso vislumbra en la laicidad el sueño de que su Iglesia acepte "mirar la modernidad sin ingenuidad o frivolidad pero con esperanza, descubriendo que la laicidad puede ser evangélica y teológicamente positiva".
Enfrente, la jerarquía del catolicismo alza la voz con severidad contra las intenciones del Ejecutivo socialista. Los obispos consideran el laicismo un ataque a su Iglesia e, incluso, "un retroceso de la civilización y una aberración del ser humano", y ven en las intenciones de los socialistas irreligiosidad, ateísmo o anticlericalismo. Aún confían en que el presidente Rodríguez Zapatero desista de la reforma anunciada tras entrevistarse en Roma con Benedicto XVI hace dos semanas.
El desencuentro entre jerarquía y sociedad civil empieza por la palabra laicidad, utilizada ahora por el Gobierno. ¿Qué es la laicidad? No hay definición formal. No existe la palabra en los diccionarios, ni siquiera en el de María Moliner, un "diccionario de uso". Hay que acudir a la definición de laicismo para entenderse: "doctrina que defiende la independencia del hombre o la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa" (Real Academia Española).
"La laicidad es producto de una historia de luchas por la libertad religiosa y de conciencia, una historia limitada en el tiempo -dos siglos- y en el espacio -Occidente- durante la cual la vida política y social ha logrado emanciparse fatigosamente de las primitivas hipotecas confesionales", afirma el historiador Ramón Teja, catedrático de la Universidad de Cantabria y presidente honorífico de la Sociedad de Ciencias de las Religiones.
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